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Carlos Patricio B., de 52 años de edad, exparacaidista y antiguo aspirante a guardia civil, deja transcurrir la tarde en la cafetería El Muelle, situada en el paseo marítimo de Puerto de Mazarrón, consumiendo una cerveza tras otra. No es un cliente fácil, pero ese domingo se muestra especialmente agresivo. Tiene fijación con los clientes marroquíes del establecimiento y de sus labios contorneados de arrugas –bastantes más de las que habría que atribuirle a la edad– brotan constante frases ofensivas hacia «estos moros», como se refiere a ellos.
«Esta tarde la voy a liar», llega a anunciar en un momento dado.
Una de las camareras, hastiada del cansino discurso, le reprocha su actitud. En vano. Y un rato después es un cliente, que comparte charla y mesa con el marroquí Youanes y otros amigos, quien se le acerca y le pide que se calle un rato y que deje tranquilas a las empleadas del local.
Es Youanes quien, por último, se acerca hasta la mesa en la que está sentado Carlos Patricio y, sin levantar la voz, pero en un tono que no admite réplica, le advierte: «Si tienes algo contra los moros, me lo dices a mí a la cara, ¿de acuerdo? A las chicas déjalas en paz». Y retorna junto al grupo.
Pero el interpelado no afloja. Sigue con sus gestos y frases de desprecio y finalmente es invitado a marcharse por el personal. Y él se levanta, sí, pero dejando a medio consumir una cerveza y sin recoger sus gafas de sol, con lo que les lanza el mensaje de que piensa retornar.
Encamina sus pasos hacia la calle Sanotel, donde comparte un piso con otro varón, y se cambia de ropa. Son las diez de la noche, minuto arriba, minuto abajo, cuando vestido con un pantalón vaquero y una camisa blanca de manga larga abre el armero que tiene empotrado en una pared y extrae del mismo una pistola, que guarda en una funda y se coloca en la cintura, al estilo de las series policiacas.
El hecho de que una cámara de seguridad registre la circunstancia de que vaya empuñando el arma mientras se dirige a la cafetería parece decirlo todo acerca de sus intenciones. Se sitúa frente al grupo de amigos y se encara con Youanes: «Esta es la última vez que tú me vacilas», le escupe. Y sin más le asesta, presuntamente, un primer disparo. El marroquí acierta a coger una sombrilla y se la lanza, en un postrero intento de defender su vida. Pero se escuchan dos nuevas detonaciones y el marroquí se desploma sobre la terraza mientras el caos se extiende a su alrededor. Los gritos de su inminente viuda se imponen sobre el resto.
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El supuesto homicida trata de escapar, camuflándose entre las sombras de la cercana playa, pero es arrestado apenas unos minutos más tarde por una patrulla de la Policía Local. Su suerte está echada. La de su víctima, trágicamente, también. Unas horas después se le dará oficialmente por muerto en el hospital Virgen de la Arrixaca de Murcia. En su cuerpo guarda un proyectil –el otro lo atravesó de lado a lado–, que ahora servirá para apuntalar las pruebas existentes contra su supuesto asesino.
Los agentes de la Guardia Civil que dirigen la investigación solicitan rápidamente del juzgado de guardia una orden de registro del domicilio de la calle Sonotel e intervienen cuatro escopetas, que el sospechoso poseía de manera legal, y tres armas cortas, una de ella detonadora, para las que en apariencia no tenía licencia. Además se incautan de abundante documentación y de múltiples armas blancas, varias de ellas de tipo machete.
Ayer por la mañana, mucho más temprano de lo que es habitual en estos casos, Carlos Patricio es conducido hasta la sede de los juzgados de Totana. Lo han metido en esas dependencias a las siete de la madrugada, con el fin de evitar que a su llegada puedan reproducirse las protestas y los incidentes protagonizados el lunes y el martes por la colonia marroquí. Algunos guardias civiles encargados de la conducción del presunto homicida portan chalecos antibala, lo que resulta bastante llamativo por estos lares y, también, revelador.
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Ante la titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Totana, María Encarnación Bayona, el sospechoso se acoge a su derecho a no declarar. Sabe que le va a dar lo mismo y que no hay quien le libre de ingresar en la cárcel. Por eso, a través de su abogado, reclama que se le ingrese en una zona segura del establecimiento penitenciario, a salvo de posibles venganzas. La juez, tras escuchar los argumentos de la fiscal y del letrado Melecio Castaño, que representa a la viuda del fallecido, dicta orden de prisión incondicional por asesinato y tenencia ilícita de armas. Cuando la Guardia Civil lo saca del juzgado, un reducido grupo de marroquíes le increpa desde el otro lado de la rambla.
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