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Con las hormonas, como con casi todo en la vida, podemos hacer dos cosas: ignorarlas o, por el contrario, tirar de ellas como explicación universal ... para muchas cosas que nos pasan. ¿Día de bajón? Las hormonas. ¿Pereza suprema? Las hormonas. ¿Ganas de llorar? Las hormonas. ¿Insomnio? Las hormonas. ¿Hambre? Las hormonas. ¿Espídicos? Las hormonas. ¿Un ataque de mala leche que no nos aguantamos ni nosotros? ¡Las hormonas, claro! Sí, nos valen para todo. Sobre todo, para el último caso, porque el mal humor y los arranques de mal genio son, quizá, el estado que más achacamos a nuestros vaivenes hormonales.
Pero ¿realmente influyen tanto? «Las hormonas regulan prácticamente todo lo que pasa en nuestro cuerpo y también tienen un papel protagonista en cómo nos sentimos, cómo reaccionamos y en qué medida podemos mantener la calma o perder los papeles. Y no hablamos solo del famoso síndrome premenstrual o de la montaña rusa hormonal femenina —ese cliché tan injustamente perpetuado—, sino de un entramado biológico que también afecta a los hombres, porque tiene que ver con el estrés, la alimentación o el simple hecho de dormir mal», señala María Padilla, de Capital Psicólogos. Tal y como afirma, hay varias categorías unisex del mal humor «con sello hormonal». Son estas.
Dormir poco o mal afecta a la regulación de serotonina, dopamina y otras neurohormonas relacionadas con el estado de ánimo. «El resultado: más impaciencia, menos tolerancia y una predisposición al enfado casi por defecto», indica la experta.
Aunque suelen asociarse al ciclo menstrual femenino, resulta que los hombres también experimentan fluctuaciones hormonales, como caídas de testosterona a cierta edad y también subidones, por ejemplo si su equipo de fútbol gana un partido. «En ambos casos, los cambios en estrógenos o testosterona afectan directamente a la irritabilidad y la sensibilidad emocional», indica Padilla.
«Un atracón de azúcar puede darnos un chute momentáneo de energía y dopamina…, pero, cuando esa glucosa baja, aparece el bajón emocional y la irritabilidad –explica la psicóloga–. Y el cuerpo reacciona a ese desequilibrio como si fuera una retirada: nos volvemos más tensos, más susceptibles..., incluso agresivos».
Vivir con el cortisol –hormona con una inmerecida mala fama– por las nubes deja a nuestro sistema nervioso en estado de alerta constante. «Cada estímulo externo se vive como una amenaza y respondemos con sobreexcitación emocional, aunque el motivo sea mínimo», advierte Padilla.
«Una situación de euforia puede disparar niveles de testosterona que nos hacen sentir poderosos… pero también más dominantes, más intensos o incluso agresivos. Cuando la serotonina no contrarresta ese subidón, el equilibrio emocional se tambalea», indica la psicóloga. Y sí, podemos pillar un buen cabreo que seguramente tiene mucho que ver con nuestras hormonas.
El cortisol, conocido como la hormona del estrés (algo que los endocrinos lamentan, porque también nos mantiene con empuje vital), se dispara cuando sentimos dolor.Al final, actúa como un mecanismo de defensa para protegernos de algo negativo. ¿La contrapartida? Que ese estado de alerta puede hacer que nos enfademos más y más rápido si las hormonas 'buenas' –que también actúan en estos casos para ayudarnos a sobrellevar el dolor– no llegan a tiempo (o no dan abasto) para contener el mal genio y hasta las conductas agresivas.
La pregunta del millón: ¿podemos controlar la mala leche si están las hormonas jugando en nuestra contra? Rotundamente, sí. Padilla ofrece dos herramientas:
Es una capacidad «que todos podemos entrenar», asegura. Y aquí entra en juego una de nuestras herramientas más potentes: el neocórtex, la parte más evolucionada del cerebro, la que nos permite pensar, reflexionar y tomar decisiones conscientes. «Cuando activamos esta parte del cerebro, podemos frenar respuestas automáticas, tomar distancia emocional y recuperar el control. Y hay ejercicios muy concretos que nos ayudan: uno de ellos es la respiración lenta, silenciosa y diafragmática (LSD), que regula el sistema nervioso, actúa directamente sobre el estado emocional, baja el ritmo y favorece la claridad mental. En definitiva: cuando algo nos saque de quicio, respirar de forma consciente puede ser la mejor manera de volver a nuestro centro», aconseja la psicóloga.
«Es darnos cuenta de qué situaciones nos descolocan, identificar patrones, reconocer cuándo nuestro enfado es desproporcionado», desvela Padilla. Sabiendo cuáles son las espoletas que nos hacen 'saltar', tenemos bastante terreno ganado a la hora de evitar un enfado (hormonal o no). «Hay que intentar detectar cuándo nuestra respuesta es una reacción desmesurada –lo que en psicología llamamos respuesta histriónica– y parar a tiempo. Regular nuestras emociones no es solo una habilidad psicológica: es un acto de cuidado hacia uno mismo... y hacia los demás».
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