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M. Saura
Apartamento con sorpresa

Apartamento con sorpresa

Vacaciones infernales ·

O de cómo abrir el cajón equivocado puede acabar con las vacaciones

Domingo, 1 de septiembre 2019, 11:54

Esta vez la culpa la tuve yo, para que nos vamos a engañar. Le dije a Bosco que, por ser nuestras primeras vacaciones juntos, prefería un pisito mono cerca de la playa, y que yo me encargaba de todo. Una cosa sencilla y acogedora. Que tampoco hacía falta un casoplón de los que aparecen en el '¡HOLA!', propiedad de una tipa reconvertida en filántropa porque se siente culpable de ser billonaria por dos veces (una por divorcio) y que emplea su tiempo en recaudar dinero para los perritos con trastornos de personalidad, en plancharse la frente y en tomar tanto el sol que la piel se le ha puesto color concejal de deportes disfrazado de Baltasar en la cabalgata de los Reyes Magos. En fin, que una no aspira a tanto. De momento.

El apartamento, en teoría, estaba fenomenal. En las fotos, claro. La casa de Terelu Campos, parecía. Que no la vende, la pobre. Yo es que empatizo mucho con Terelu, porque he hecho un curso de sororidad en la Universidad Popular y estoy muy a tope con las cosas feministas, y si yo tuviera que aguantar lo que aguanta ella, pues eso. Que a mí también me tienen mucha envidia. Y desde que salgo con Bosco, más. Que tiene nombre de pijo porque es pijo. De colegio del Opus, de másteres varios en escuelas de negocios, de ristra de apellidos con guion en medio y de ponerse un polo con otro debajo. Pero no quiero que crea que soy una aprovechada, por eso le dije de ir a medias en los gastos de las vacaciones. Arrepentida estoy, porque la cuenta se me ha quedado temblando para intentar estar a la altura. De él y de Mencía, su hermana. Un estilazo. Un pelazo. Un fachón. Diseñadora de bikinis, es la tía. De a quinientos euros la parte de abajo y cuatrocientos la de arriba. Todo finísimo. Si hasta Rajoy fue a su boda. Y bailó por Raphael, y todo.

Total, que llegamos al apartamento. Nos quedamos un poco desilusionados porque no estaba tan limpio como esperábamos, que más que la casa de Terelu parecía el dormitorio de Bigote, así que Bosco y yo nos pusimos manos a la obra porque al propietario no lo localizaba ni Paco Lobatón. Bueno, la única que limpié fui yo, la verdad, que de vez en cuando me paso el feminismo por el mocho: rezando estoy para que no se enteren las de la Universidad Popular. Porque Bosco dijo de irnos a un hotel o de llamar a una empresa de limpieza, pero yo le contesté que no, que quiero que vea que soy una mujer para un pobre. Y que tampoco era para tanto, que este es un exagerado. Así que lo dejé todo como un jaspe mientras él 'wasapeaba' con su amigo Borja diciéndole lo guarra que es la gente y que eso en Sotogrande no pasa.

Lo bueno llegó cuando, después de dejarlo todo como los chorros del Rolex, Bosco abrió el cajón de la mesilla de noche para dejar los calzoncillos. «¿Esto qué es?», me pregunta. Y saca una mordaza. Y unas esposas. Y un látigo. Y una cosa que, por muchas vueltas que le di, no conseguí saber dónde se pone, porque eso no está hecho para la anatomía humana; si acaso, para la perruna. Eso no era un dormitorio, eso era el cuarto rojo del dolor. Y va Bosquito y se me pone flamenco. Que a ver si probamos. Que si se han escrito libros sobre eso, no puede ser malo. También han escrito libros sobre los campos de concentración, pedazo de tormo. Y yo, que no. Que una es moderna, pero con reparos. Y que no me azota a mí un tío que tiene dos manos como dos tablas de planchar. Con la manicura hecha, eso sí.

Se me ha puesto mohíno, encima: las primeras vacaciones que pasamos juntos, y ya se está quejando. Que con sus ex no tenía esos problemas. Ni con Cayetana. Ni con Alba. Ni con Brianda. Que eran muy imaginativas. Que él es conservador en lo económico, pero liberal en lo sexual. Y que a él siempre le han gustado los cilicios. Claro que sí: el cilicio, el vicio y el fornicio. Pues nada, que no. Que a mí con mimos y cariñitos lo que quieras, pero con guantás, nanay de la China. Y que mucho pijerío, pero le va la marcha. Como a todos.

Yo creo que nos hemos equivocado de piso. Que este era para los de al lado. Una pareja de treintañeros que se pasan el día en pelotas en el balcón. Desinhibidos que son. Y guapos. Y carne de gimnasio, porque se les ve que hacen mucho ejercicio. Y se les oye. Qué griterío. Que no paran de darle al tema. Así estaban los vecinos, asomados a los balcones y pidiendo las dos orejas y el rabo. Para que luego digan que no hay afición.

Anoche fue Bosco a pedirles hielo para los 'gin-tonics'. Hora y cuarto tardó. Esta mañana ha vuelto a por azúcar. Y entonces ha sido cuando lo he oído. A él. A Bosco. Que yo sus «¡ay, que me voy!» cuando está a punto de caramelo ya me los conozco. Pues eso, que te vayas. O, mejor, me voy yo. He metido el bikini de mi cuñada en la maleta (que el bikini sigue siendo monísimo y carísimo, y que no tiene que ver una cosa con la otra) y me he largado. Que una será pobre, pero digna. Que en mi hambre mando yo. Y en mis bragas, también. Y que así se caiga del caballo en el hipódromo de Marta Ortega y se rompa el escroto. Bueno, mejor no. Que lo mismo le gusta.

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