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Como una recompensa divina por el tesón demostrado en la primera jornada de viaje, el día amanece cubierto con una espesa calima -o una capa de dióxido de carbono, vaya usted a saber-. Decido salir temprano para aprovechar las horas que el fenómeno atmosférico tenga a bien protegerme de la furia del sol. Pero antes, movido por el impulso coleccionista que me ha llevado a reunir la colección completa de los cromos de 'Dinosaurs Attack!', decido solicitar un par de sellos en Murcia, antes de partir. Resulta que en la Catedral de Murcia están dando la primera misa del día, el Museo de la Catedral todavía no ha abierto sus puertas y la oficina de turismo de la plaza de Belluga está más cerrada que mi cuenta de Facebook. Descubro una de las reglas de oro de los peregrinos: hay que madrugar, pero no mucho.
Sin demasiadas esperanzas en ver mi colección de sellos engrosada, acudo al Palacio Episcopal, donde hay una señora limpiando la entrada. Con cuidado de no pisarle lo fregado, me asomo y compruebo que la caseta de recepción está vacía. Le muestro la credencial del peregrino y le pregunto si todavía no hay nadie que pueda atenderme. «Eso te lo arreglo yo ahora mismo», me responde la señora. Y así, con esa férrea decisión que caracteriza a las personas resolutivas, deja la fregona, revuelve por los cajones de la caseta y plasma un hermoso sello de la Diócesis de Cartagena en mi todavía desangelada credencial. Todavía no soy consciente, pero en el futuro echaré de menos esa voluntad de ponerse al servicio del prójimo.
Como en la primera etapa del Camino de Levante, el plan del día consiste en seguir la senda del río Segura durante una veintena de kilómetros, hasta llegar a Molina de Segura, donde la cosa se complica un poco. Hoy tampoco hace falta que Google Maps me lleve de la mano, para alivio de la nada fiable batería de mi móvil. No obstante, decido mantener la ruta marcada en la aplicación en segundo plano para poder hacer un seguimiento de por dónde voy y cuánto me queda. El factor psicológico es importante.
«¿Me cruzaré con algún peregrino? ¿Algún alma en busca de expiación que me quiera narrar la turbulenta historia de su vida?», me pregunto mientras atravieso el entorno del Malecón de Murcia. La estampa inicial es similar a la observada en mi salida de Orihuela. Un total de cero peregrinos y sí muchos vecinos haciendo deporte o paseando al perro.
Conforme me voy adentrando en la huerta profunda y la vigilancia policial se va haciendo más dudosa también se multiplican las deposiciones caninas que me voy a encontrando a mi paso. Me parece bien. Según el folleto, «la peregrinación a Caravaca nos enseña que la vida es un camino», así que a mi profano entender esos obstáculos son una metáfora de los problemas que debemos sortear en nuestra trayectoria vital. Además, la presencia cada vez mayor de deposiciones fecales me obliga a mantener la vista atenta al terreno, algo que agradezco por mi tendencia a la abstracción mental.
Tras atravesar Rincón de Seca, un paraje que hace honor a su nombre, me encuentro con alguna finca con caballos y burros. Hermosos animales, los equinos, aunque no son tan hermosos los regalos que han tenido a bien dejar por toda la zona, aumentando en variedad y cantidad las boñigas que he de sortear. «Una cosa es que la vida sea un camino lleno de obstáculos, pero esto es terreno minado en toda regla», reflexiono.
Conforme recorro el río y voy dejando atrás las pedanías de la huerta, la presencia humana se va haciendo más puntual, al igual que los excrementos de sus animales de compañía. Se mantiene, no obstante, un flujo constante de ciclistas que me obligan a abandonar periódicamente el cómodo carril bici para que puedan pasar, no cortando el viento precisamente. Un detalle que me llama la atención es la popularización del uso de mosquiteras bucales, a modo de evolución de las mascarillas pandémicas, para no tragarse bichos, un curioso invento cuya existencia ignoraba. Y yo que creía que los ciclistas recibían con agrado los suplementos de proteínas.
Esta segunda etapa ofrece la oportunidad de visitar la noria de La Ñora, vetusta y ennegrecida como mi alma. La ubicación de este reconocido icono de la huerta murciana se encuentra perfectamente señalizada y apenas supone un desvío de un centenar de metros, por lo que se trata de una parada obligada. Además, hay algunos naranjos en la zona. Con deliciosas naranjas. Aquí dejo esta información y que cada peregrino decida qué hacer con ella. Lo más probable es que la indulgencia plenaria cubra el hurto de cítricos.
A la altura de Puebla de Soto ando algo distraído con el móvil y me llevo un susto tremendo cuando, al apartar la mirada de la pantalla, reparo en una tremenda serpiente que, por longitud -toda la anchura del carril bici-, color oliváceo y gusto por tomar el sol, probablemente sea una culebra bastarda. Se me escapa un grito de sorpresa y, más asustada de mí que yo de ella, el reptil se pierde entre unos matorrales sin darme tiempo a hacerle una foto ni a preguntarle si le interesaría tentarme, como a Eva, con una lata de Monster bien fresquita.
Conforme giro el codo del río en dirección a Javalí Nuevo se hace evidente un cambio en el paisaje. Las cañas despeluchadas dan paso a una vegetación más frondosa y, en lugar de arbustos resecos que se desintegran al rozarlos, aprecio vida vegetal que, valga la redundancia, está viva. La transformación del entorno es aún más notoria conforme me acerco a la Contraparada, un verdadero oasis huertano que poco tiene que ver con el secarral que acabo de atravesar.
Maravillado por el verdor que me rodea, hago un alto en el camino en un bonito puente de madera que ofrece unas vistas privilegiadas del Segura y el bosque de ribera que lo rodea. Al otro lado de la pasarela, un ornitólogo inclinado sobre unos binoculares en un trípode observa a las aves con tal gozo que me da algo de envidia. A mí me gustaban más cuando eran dinosaurios.
Además de ser el paraje más bello de la segunda etapa del camino, la Contraparada ocupa un lugar estratégico. Se encuentra a mitad de ruta, después de haber recorrido una docena de kilómetros en tres horas, así que decido hacer un alto para reponer fuerzas.
Aunque voy mejor preparado de agua que en la primera jornada, decido aprovechar una fuente cercana para rellenar mis botellas. Acciono el pulsador del grifo. Nada. Ni una gota. Tampoco me sorprende. En la Región de Murcia lo raro es encontrar una fuente de agua pública que funcione. «Si no hay agua intentaré desaguar», pienso, y me dirijo hacia unos aseos instalados en una caseta. Allí, un reluciente candado me disuade de intentar siquiera abrir la puerta. De aseos públicos accesibles tampoco vamos sobrados en esta tierra. Resignado, acudo al quiosco de información para que al menos me sellen la credencial, pero la persiana está echada. «El punto de sellado se ha trasladado al centro de visitantes de la Contraparada», reza un cartel. No esperaba ser recibido con un puesto de helados y una máquina expendedora de refrescos, pero esto es el colmo.
Consulto Google Maps con objeto de valorar si merece la pena desviarme hasta el centro de visitantes para que me sellen la cartilla. Según la aplicación, tengo que volver sobre mis pasos medio kilómetro y después volver otra vez. No sé qué hacer. Como los médicos recomiendan escuchar al cuerpo traslado la duda a mis rodillas. «Que le den morcilla al sello», me responden, doloridas. Decido que ese tiempo está mejor empleado en almorzar, así que saco de la mochila un enorme bocadillo de ensaladilla rusa, patrocinado por mi santa madre. Se me ocurre que quizá otro motivo para que me hayan endiñado esta expedición sea por lo barato que le salgo al periódico en dietas. Hago menos gasto que el sastre de Tarzán.
En la zona de descanso de la Contraparada me encuentro con un señor mayor, visiblemente molesto, discutiendo con alguien por teléfono. ¿Es posible que sea un peregrino? Al acercarme veo que se ha descalzado para airearse los pies, porta una mochila y la credencial del peregrino asoma por uno de sus bolsillos. No soy Sherlock Holmes, pero todas las pruebas apuntan a que, efectivamente, es un peregrino.
Cuando termina de hablar me presento como compañero del camino y le pregunto si tiene algún problema. Me explica que tiene previsto alojarse en un albergue de Alguazas y, después de varios intentos fallidos de contactar por teléfono, le piden que mande su documentación por WhatsApp, algo que le resulta imposible porque no tiene acceso a la aplicación. Tiene 67 años y lleva un móvil de los antiguos, de cuando los teléfonos eran para hablar.
Me cuenta que es un veterano del Camino de Santiago y ha venido desde Cantabria para conocer el Camino de Levante. «Yo entiendo que aquí hay menos peregrinos, pero en Santiago no hace falta nada, tú llegas y ya está», se queja. A pesar de la contrariedad, se muestra encantado por haberse cruzado con un compañero peregrino por primera vez desde que salió de Orihuela el día anterior. «Hasta ahora eres el primero que veo», me dice, tan ilusionado que no soy capaz de confesarle que en realidad soy de un periódico.
Al dejar atrás el edén ribereño la transformación paisajística se repite, pero a la inversa. Atrás quedan los álamos y los sauces. Un sendero me lleva por una auténtica marea de cañas que me recuerda a la película de terror 'En la hierba alta', un claustrofóbico referente que no me ayuda a mantener la moral alta. Durante varios kilómetros no veo otra cosa que cañas a ambos lados del camino, como el bosque de bambú de Arashiyama, pero con nubes de mosquitos y polvo en el aire en lugar del encanto zen japonés. Ojalá tener a mano una mascarilla-mosquitera de esas de los ciclistas. Esa idea me lleva a acordarme de la culebra del carril bici y de pronto pienso en la cantidad de serpientes que debe haber ocultas entre el cañaveral. Aunque ya me pesan las botas, aprieto el paso.
Celebro mi llegada a las pedanías de Molina. La calima se ha disipado y el sol me empieza a abrasar el cuello, pero al menos no hay mosquitos. Aprovecho una parada de autobús para sentarme y librarme de una piedra que me lleva molestando un buen rato, pero al quitarme la bota descubro que no hay tal piedra, sino que me ha salido una ampolla en la parte media del pie. Para rematar mi poco triunfal llegada a Molina, en un momento de guardia baja piso una boñiga de perro. Me siento como un soldado alcanzado por una bala perdida después de atravesar con éxito todos los campos de minas de Vietnam.
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Iván Rosique
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Los edificios del centro urbano me ofrecen agradecida sombra y trato de consolarme pensando en que ya estoy en la recta final de la jornada. Con excesiva confianza en el suelo civilizado, acudo a uno de los puntos de sellado de la ciudad, la iglesia Nuestra Señora de la Asunción, que se encuentra cerrada a cal y canto. A pesar de que ya han pasado las dos de la tarde, pruebo suerte en la oficina de turismo. La puerta está cerrada, pero dos trabajadoras siguen en sus escritorios acabando el último papeleo de la jornada. Les muestro la credencial a través del cristal y junto las palmas en señal de santidad para rogarles que me abran un momento para sellarme. Ellas niegan con la cabeza y hacen el gesto de señalar al reloj. Su único dios es la hora de cierre. Al final resulta que conseguir sellos me está costando más que capturar Pokémon.
Dolorido y desanimado, los últimos kilómetros que separan Molina de Alguazas son un suplicio. El paisaje tampoco ayuda. Tras dejar atrás el río, toca atravesar una vía verde que de verde solo tiene el nombre. La senda polvorienta no mejora al avanzar y en los últimos kilómetros se convierte en prácticamente un vertedero surtido de escombros, restos de electrodomésticos, latas de refresco oxidadas y envoltorios de preservativos.
Cuando llego a Alguazas me encuentro con un pueblo fantasma. No hay señales de vida en la zona del albergue. Son las cuatro de la tarde y hasta los bares están cerrados. Alguazas duerme la siesta de los justos, como es natural, ajeno al pobre peregrino que ha hecho lo que ha podido para recorrer en menos de siete horas los 26 kilómetros que separan la localidad de la capital.
Sin aplausos, coronas de laurel ni azafatas en minifalda sellando mi credencial del peregrino, me derrumbo sobre un banco de la plaza de la iglesia. Acudo a mis mermadas reservas de agua para refrescarme, pero el sol ha convertido el líquido en una sopa ardiente que escupo sobre el pavimento. Todo es amargura y silencio hasta que un chaval montado en un patinete claramente trucado cruza la calle derrapando como si fuera un circuito de Mario Kart. Le ofrecería una cantidad indecente de dinero por él, pero soy incapaz de levantarme. Estoy agotado. Y así termino la etapa, de la forma más anticlimática posible. Desfallecido sobre un banco de piedra que por no tener no tiene ni respaldo.
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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