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Después de los primeros cinco kilómetros empiezo a notar el peso de las botas y a acordarme de los negacionistas del cambio climático y de los que le restan importancia a la sequía. Uno podría imaginarse que la senda del río sería un idílico hilo de verdor, pero en su lugar me encuentro con ramas secas crujiendo a mi paso, polvo africano que me arde en los pulmones y un total de cero sombras en las que cobijarme, aunque sea de forma ocasional, de un sol de justicia que traspasa mi gorra, amenazando con fundirme el cerebro dentro del cráneo. Si los caminos de Dios son inescrutables, al menos podía tener a bien colocar algunos árboles de vez en cuando.
A la altura de Beniel el Diablo me viene a tentar. Un agricultor se encuentra desbrozando un terreno y, confiado en que a ver quién va a transitar por esos desérticos parajes a esas horas, se ha dejado la furgoneta abandonada con la puerta abierta. Por un momento acaricio la idea de robarla para hacer el resto del trayecto con ella, pero entonces me viene la imagen de San Pedro, con su manojo de llaves colgado del cinturón, dirigiéndome una mirada ceñuda, así que descarto la idea y me decanto por hacer un descanso para almorzar en el primer lugar adecuado que encuentre.
El lugar adecuado tarda tres kilómetros más en aparecer. Conforme llego a El Raal vislumbro un banco de madera en el camino que, protegido por la tímida sombra de una especie de cobertizo, convierto en mi merendero. Entre mis escasos conocimientos de supervivencia se encuentra la recomendación de comer picante para activar la sudoración y combatir el calor, así que acompaño algo de pan con un chorizo que arde como el fuego del infierno.
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Atraído por el olor, un gato que ronda por ahí se pone a darme cabezazos en las piernas para reclamar su parte. Tal es el hambre que el animal lleva encima que devora el chorizo picante con ansia, sin mostrar incomodidad por su carga de capsaicina ni reparar en su alta puntuación en la escala de Scoville. Acto seguido aparece un segundo felino, con el que también comparto el alimento, y no tarda en llegar un tercero. Para cuando termino de almorzar me encuentro rodeado por cinco gatos y tres gallinas, que luchan entre sí por picotear unos mendrugos de pan. Solo falta el burro para completar la banda de los Trotamúsicos.
Me encuentro aproximadamente a mitad del camino. Fortalecido por la ingesta de alimento pero con los pies ya un poco resentidos, decido acudir al glorioso 'Heaven and Hell' de Black Sabbath -imposible disco más apropiado- para conseguir algo de motivación extra. Al reanudar la marcha me parece que la mochila se ha vuelto más ligera y, maravillado por el poder del heavy metal, aminoro el paso. No tardo en caer en la cuenta de que me he dejado olvidada la cantimplora de aluminio, así que doy media vuelta para recuperarla del banco, donde la concentración de animales famélicos ya se ha disuelto.
A la altura del puente de Alquerías me golpea dolorosamente la certeza de que me va a faltar agua. Ya solo me queda para un par de tragos, así que decido que los voy a racionar al máximo. Hablando de aguas, al paso de Llano de Brujas me encuentro con una estampa que me emociona. En el entorno de la Ermita de San Antón, donde hay un cartel informativo para peregrinos, se ha instalado un aseo portátil a disposición de los caminantes. Esa letrina de plástico, la primera que veo en 16 kilómetros de caminata, me despierta gran ternura. Si alguien es tan ingenuo como para creer que los posibles peregrinos que pasen por allí no se habrán aliviado ya en algún huerto después de cuatro horas de ruta significa que todavía queda inocencia en el mundo.
Lo del chorizo picante ha resultado buena idea para la sudoración, pero me percato de que no he calculado bien los efectos de la consiguiente deshidratación. Tengo la camiseta empapada, pero la lengua más seca que la de un gato callejero. Como un oasis en el desierto, me parece ver la marquesina de una estación de servicio al llegar a Puente Tocinos y me dirijo hacia ella con paso tambaleante, temiendo que no sea más que una alucinación causada por la insolación.
La gasolinera no solo resulta ser tan real como las rozaduras que me empiezan a escocer en las plantas de los pies, sino que en ella se obra el primer milagro de mi peregrinaje. Aunque la estación de servicio no tiene supermercado, sí está equipada con una zona de descanso con una máquina expendedora de bebidas. Marco el código correspondiente a las latas de Coca-Cola y no doy crédito al ver el precio que marca la pantalla. Un euro. Glorioso día este, que me lleva a ver una máquina expendedora en la que las latas de refresco cuestan solo un euro, algo que no veían mis ojos desde mis años de universitario.
Con mano temblorosa por la impaciencia, inserto una moneda en la ranura -la única que llevo encima- y me dispongo a recibir ese azucarado y refrescante maná del cielo. El mecanismo se pone en funcionamiento y… Nada. La lata se queda atascada en el último segmento de la espiral de metal. Maldigo mi suerte. De pronto, un sonido metálico me indica que no todo está perdido. La máquina me ha devuelto mi euro. Lo vuelvo a intentar y, sin dar crédito a lo que ven mis ojos, contemplo maravillado a través del cristal cómo una segunda lata empuja a la que se había quedado atascada y ambas caen en la cestilla dispensadora. Mi dicha se ha multiplicado por dos. Imposible no ver la mano de Dios en esta prodigiosa cadena de eventos.
Revitalizado por el cóctel de agua, azúcar, cafeína y demás componentes alquímicos que contenga la receta secreta del refresco, encaro los últimos cuatro kilómetros de la etapa con ánimos renovados. Al llegar a ese tramo el paisaje se ha vuelto más familiar y la actividad humana se ha tornado más frecuente. Ni un solo peregrino, pero al menos me cruzo con algunos vecinos paseando al perro, parejitas cogidas de la mano y chavales en patinete.
Solucionado el tema de la hidratación, no hay ayuda divina posible para mis pies, que noto en carne viva. Cuatro kilómetros pueden hacerse muy largos cuando cada paso arde como si estuviera caminando sobre ascuas, pero en lugar de pararme a descansar decido aplicar esa verdad universal que nos repetimos los solteros cuando es día de limpieza general: cuando antes termines, antes acabas.
Y así llego, por fin, a la plaza del Cardenal Belluga. Los monigotes dibujados por Puebla parecen bailar en la lona que cubre la Catedral de Murcia, todavía de obras, para celebrar mi llegada. El agotamiento, la insolación y la sobredosis de cafeína tienen esas cosas. Dispuesto a poner punto y final a la etapa, entro en la librería diocesana para que me sellen la credencial del peregrino. Con la boca nuevamente seca y los labios agrietados, me cuesta articular las palabras, así que para reforzar mis intenciones señalo con el dedo la zona correspondiente de la guía.
Tengo la sensación de llevar una semana caminando. Al ver cómo la dependienta me sella la primera página con un tampón cargado de tinta roja, siento el impulso de quitarme la camiseta para pedirle que me ponga otro sello en el pecho. «Tatúa mi corazón para marcarme como siervo de Dios, mujer, y deja constancia de mi hazaña», quiero decirle. Sintiéndome tremendamente imbécil por haber alumbrado ese pensamiento, pliego la credencial del peregrino, me la vuelvo a guardar en la mochila y me dirijo hacia la taberna Las Jarras para zanjar la jornada. Todavía quedan muchas páginas en blanco y esos sellos no se van a poner solos.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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