
No hay lugar más despreciado, y es lo incomprensible, que el promontorio de Monteagudo
Geografía de una emoción ·
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De los murcianos hay una valoración positiva sobre su audacia para emprender aventuras. «En Murcia de una piedra hacen un negocio», exclaman los anclados a ... la barra de bar. Y es la pura verdad. Estructuras sólidas, que se amoldan al cambio sin acobardamiento y se reinventan en las crisis. Debe ser eso que llaman solvencia empresarial, necesaria, pese a los casos sonados de granujería. Ya sabemos que el pícaro prueba con todos los disfraces. Ojalá que esa contundencia en la defensa del pan y la sal se diera en todas las esferas. Y ojalá que ese impulso emprendedor viniera acompañado de mayor sensibilidad por el entorno.
Hoy, para parecer una roca, las empresas tienen que ser comprometidas (responsabilidad social corporativa). Lo fabuloso sería que ese compromiso alcanzase para bien a todo aquello que nos singulariza como territorio. «Aquí todos los deseos son posibles», nos dio por creer en el nefasto 'boom' de la construcción. Pero hay limitaciones. Faltaría más. Entonces, qué tiene que ver esto con los guijarros de los que pensaba hablar, se preguntarán. «Menos da una piedra», pueden estar pensando. «Conformémonos con lo conseguido...». No. No es el caso. No olvidemos nuestras obligaciones; no nos desentendamos de lo que es de todos. El medio natural, los mares, el patrimonio... hay miles de formas para empezar a darnos cuenta de que hay responsabilidades comunes y de que un negocio es mejor negocio si reporta beneficios sociales para todos.
Una de las maravillas del Mar Menor es comprender con la mirada toda esa cerca de montañas que lo rodean. En estas elevaciones está escrita la historia de nuestro minúsculo reino. El panorama es un escondrijo de maravillas.
Para un geólogo debe ser extasiante conocer que este territorio deseado por todas las civilizaciones, por tantas y diversas riquezas (pesquerías y talleres de salazón, minería, explotación de salinas, cazaderos como La Manga, etc) conmovió otrora a geógrafos y viajeros del mundo clásico como Polibio y Estrabón. Cualquier bañista que tome asiento en esas arenas menguantes puede jugar con los ojos a adivinar el nombre y la ubicación de lugares que suenan míticos, como isla Grosa, al otro lado de ese brazo tatuado de hormigón que es La Manga; las siluetas volcánicas de los demás pedazos flotantes (La Perdiguera, por mucho que tenga dueño, la sentimos como nuestra, sin que eso nos afecte ni suponga un conflicto como el de la cómica Perejil) y del rotundo Cabezo Gordo, el cono de El Carmolí, la Sierra Minera y la corona del Monte de las Cenizas, en cuya falda duermen los amantes imaginarios de Calblanque.
En la travesía entre Murcia y Cartagena, o al revés, en el mismo Puerto de la Cadena, encontramos esas rocas metamórficas de las que nos hablan los guías en cualquier itinerario medioambiental. Las filitas, violáceas y amarillas, son también reconocibles en Sierra Espuña y en las sierras litorales del Campo de Cartagena. Hasta que no se construyó un tercer carril en ambos sentidos, en 2007, la autovía A-30 entre Murcia y Cartagena era una temeridad. Qué velocidad. Hubo un tiempo en que creí, influido por mi hermano, fan de todo lo marcial, que Bruce Lee estaba sepultado en Murcia. Fantaseaba con que su mausoleo podía estar en ese empinado cruce de caminos. Con el tiempo supe que el monumento de Anastasio Martínez Valcárcel que puede verse –en un provocador estado de abandono– en un costado de la A-30, a la derecha según vamos bajando a Murcia, es un símbolo a los caídos en el bando nacional. Está dedicado a un joven falangista, el cartagenero Manuel Bruquetas Braquehais, alumno de Derecho de la Universidad de Murcia, fusilado por milicianos comunistas en agosto de 1936. Qué cosas. No hay guerra buena. Para nadie.
Curiosamente, esa escultura de Anastasio Martínez me lleva a otra de su progenitor, Nicolás Martínez Ramón, la del Sagrado Corazón de Jesús que corona los 169 metros del cerro de Monteagudo. No habrá posiblemente piedra más mirada que ese macizo rocoso («la columna litológica de Monteagudo», diría el experto), santo y seña de la vega de Murcia y del poderío andalusí. A ojos de cualquiera está absolutamente desaprovechado. Siendo el faro de las culturas que poblaron esta fecunda llanura, parece mentira que este sitio histórico siga padeciendo el desprecio de las administraciones. Y no solo es ya una cuestión sentimental. Ya sabemos que es un asunto de difícil gestión, pero no más difícil que poner patas arriba una ciudad entera para que tenga preferencia el tranvía o que invertir más de 22 millones de euros en un solo edificio, el 'Titanic' de avenida Abenarabi. Nunca tuve claras las razones del descorazonador desdén.
Dura para unas cosas, blanda para tantas otras, el caso es que comprender una tierra como esta puede ocuparnos toda una vida. Que se lo digan a los habitantes de Molina de Segura, cuando aquella Nochebuena de 1858 cayó sobre ellos un gajo de un cuerpo celeste. ¡Nos faltaba un meteorito! Al menos, en Molina ha sido un maná de inspiración en términos literarios.
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