
Castigo en mitad de la nada
faro a la vista ·
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A la apartada atalaya de Cabo Tiñoso podían ir a parar los guardaluces que debían purgar alguna mancha en su expedienteLa clasificación oficial, siguiendo el modelo francés, ordena los faros en seis categorías, según las necesidades de iluminación de la costa. Pero un código no ... escrito –y bastante más sencillo– reduce el listado a solo dos tipos: faros de castigo y faros de descanso. Cuenta el técnico Armando Rodríguez que a los primeros estuvo adscrito el de Cabo Tiñoso (Cartagena). Su apartada ubicación, en mitad de la nada y colgado en un acantilado a 136 metros sobre el nivel del mar, le acreditaba como destino al que, obligados, podían ir a parar los torreros que debían purgar alguna mancha en su expediente por negligencia, desliz o trapicheo. Por ejemplo, «si uno de estos guardaluces era cazado sisando aceite de oliva de la lámpara de la linterna, lo más probable es que le esperara uno de estos destierros», ilustra el cartagenero José María Lima Reina, autor del blog 'Los faros del mundo'.
Lejos de relatos que idealizan la profesión, este era un oficio que requería sacrificios y conocimientos a partes iguales; conllevaba mucha responsabilidad y ciertas dosis de peligro. El cuerpo de fareros se constituyó formalmente en 1851. Era un colectivo profesional civil (ahora ya en extinción) pero que se regía por un reglamento de cierto carácter militar. De hecho, los torreros iban uniformados –levita de paño gris, pantalón azul, chaleco de color ante y visera de chapa de latón– y armados con una carabina corta, «con canana y munición para veinte disparos», según fijaban las instrucciones.
Su cometido implicaba que tenían que residir en el mismo establecimiento donde desempeñaban su trabajo y con obligada presencia nocturna. Los permisos para ausentarse debían estar muy justificados. Un abastecedor contratado por el Estado se encargaba de acercar las provisiones y alimentos, por lo general una vez a la semana.
El puesto implicaba una dedicación plena. Por el día, estos operarios comprobaban que toda la maquinaria estaba en perfecto estado para su óptimo funcionamiento y, por la noche, vigilaban que la luz se mantuviera siempre encendida. Los atalayeros, como se les llamó en un principio, ocupaban enclaves estratégicos por lo que también ayudaron en la lucha contra el contrabando, de la mano de los carabineros, y desempeñaron labores de control del tráfico marítimo anotando las características de los buques avistados. Esta tarea resultaba clave sobre todo en periodos de conflictos y guerras. Por si no tenían suficiente, en 1873 un reglamente marcó entre las obligaciones el socorro a los náufragos. Con el paso del tiempo, muchos faros se habilitaron como estaciones meteorológicas, sumando así otra tarea al largo listado de quehaceres.
A principios de 1970 Cabo Tiñoso queda deshabitado como consecuencia de la modernización de sus instalaciones. Los equipos se electrifican y automatizan; montan otra linterna, se coloca una nueva óptica giratoria y se derriba el edificio que albergaba las viviendas de los torreros, recuerda José María Lima. Cerraba así una página de su historia este faro de primer orden cuyo encendido se produjo en 1859, convirtiéndose en la segunda luz inaugurada en la costa de Cartagena, tras La Podadera. Todavía es el más potente de todo el litoral de la Región gracias a su haz luminoso de 24 millas náuticas, una más que el gigante de Cabo de Palos.
Alcanzar esta atalaya resulta aún hoy una aventura no exenta de cierto riesgo debido a lo abrupto de la orografía. Una tortuosa carretera cuajada de baches conduce desde Campillo de Adentro –junto a La Azohía– a las impresionantes fortificaciones artilladas de Castillitos, un patrimonio declarado Bien de Interés Cultural (BIC). Allí arriba uno termina de comprender que la dureza y la penosidad del oficio se veían agravadas por el aislamiento y la soledad.
Hasta que en 1933 se construyen las cercanas baterías militares y se asignan los respectivos destacamentos, aquel perdido lugar en Cabo Tiñoso debía ser lo más parecido a un desierto en el confín del mundo. Solo el acompañamiento de la familia paliaría, al menos en parte, este destierro, adonde ni siquiera alcanza a llegar el rugir de las olas.
Quizás el día a día pasaba más rápido con el consuelo de poder lograr al fin una plaza mejor, un destino más cerca de la civilización. Porque si algo bueno podían ofrecer estas apartadas torres era que la estancia allí permitía a sus inquilinos sumar méritos a la hora de lograr el deseado faro de descanso, un puesto por lo general reservado a operarios veteranos y de intachable trayectoria.
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