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Anfibio de sangre caliente

Anfibio de sangre caliente

Diego Martínez 'El Buzo', impulsor del buceo en Calabardina, exniño playero y guía de los abismos, se pone a cubierto: «Las mujeres son muy raricas»

ALEXIA SALAS

Jueves, 28 de agosto 2014, 12:21

La única hembra que ha hecho migas con Diego Martínez 'El Buzo' es Rosi. El submarinista se adentra en el mar media milla, grita su nombre y la gaviota acude solícita a picotear la mano de este hombre menudo, que se crece y lo es todo en su centro de buceo Calabardina. Medio anfibio, medio felino, vive más horas en el mar que a secano, pero su instinto gatuno le ha hecho caer de pie de todos los envites de la vida. Menos en el trato con las mujeres, del que dimitió de forma irrevocable: «Son muy raricas, sobre todo las rubias», se eriza el gato, camuflado de hombre rana. Traje de neopreno, chaleco de Indiana Jones y gorra sahariana con faldón ocultan a un curtido ejemplar marino, único en su especie, que solo emerge a la superficie para dar rienda suelta a su desenfreno verbal: «¿Queréis que hablemos de los políticos?», pincha Diego, segundos antes de sumergirse en su casa, ese recodo costero con 47 barcos hundidos que él mismo convirtió en arrecifes artificiales desde los años noventa, cuando Europa incentivó la reducción de la flota pesquera española. Ha sido arquitecto de ese paisaje subacuático que hoy pueblan sargos, meros y corvinas para delicia de los mirones con aletas.

  • Quién.

  • Diego Martínez 'El Buzo'.

  • Qué.

  • Monitor submarinista.

  • Dónde.

  • Calabardina (Águilas).

  • Pasiones.

  • El mar.

  • Pensamiento.

  • «Éste es el país de las normas y los papeles».

Durante el día, Diego es un pulmón a pleno rendimiento, con esa afonía tenaz que identifica el origen de todas las órdenes que emite desde que sale el sol, en medio del trasiego de bombonas, aletas, buceadores, visitantes y trabajadores del centro, entre ellos parte de los seis hermanos que se criaron, como él, en el Barrio del Piojo. «Eran casitas de gente que venía de Lorca a veranear y, con autorización, nos dejaban vivir allí los otros diez meses, pero teníamos que encalarlas para matar las chinches, y pintar las puertas y ventanas en verde o azul», recompone a brochazos su patria infantil. Asomado constantemente al mar, se le caló el salitre en cada rendija, y hasta la garganta le suena a bisagra oxidada.

«No sabes de la miseria de aquella época», pone acentos a la historia. «Íbamos a las escuelas nacionales, nos ponían en fila, nos daban un vaso de leche y a cantar el 'Cara al sol', la madre que los parió. Aprender a sumar y restar y ya. Luego nos decían que no había que pecar», cuenta el hijo de la 'Señá Dolores', que sacaba «una perolica con un 'bollao' para untarnos el pringue de la matanza en un 'cacho pan', ¡ostia qué bueno! No había Nocilla». No se le han olvidado a Diego los viajes al cuartel de la Guardia Civil a por agua potable: «Después hicieron la glorieta, pusieron un grifo y fue una fiesta. Fue el alcalde a inaugurarlo».

Cuando dejó de ponerle a las chapas las caras de futbolistas, ya sabía que iba a pasar su vida a remojo. «Cuando vinieron a hacer las obras del puerto de Águilas necesitaban buzos y dijeron ¡pues el Dieguico!», recuerda de sus horas de obrero submarino. Aprendió un lenguaje sin palabras, para no callar ni debajo del agua: «Me comunicaba con el guía de superficie con un cabo: dos tirones era subir, tres bajar, un repiqueteo a la izquierda». Después de una época en la reparación de barcos, se decidió por abrir un centro de buceo. «Me costó, porque somos el país de las normas y los papeles», dice Diego, contento de vivir como un atlante, en un medio donde las leyes son papel mojado. Con el nervio encendido, se dispone a diario a bajar a esa campiña silenciosa, donde se le acumulan las palabras: «Bucear en un barco hundido es como ir a la luna», dice en cuanto tiene oxígeno. Ya estuvo en el Caribe y en el mar Rojo, pero lo que le mantiene vivo es dar órdenes en Calabardina.

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