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Cristina Guirao
Martes, 15 de agosto 2023, 00:23
Las formas de representarnos el espacio físico en la tradición cartográfica occidental se basan en la observación visual. En la cultura occidental ha primado siempre ... el sentido de la vista, sobre los otros sentidos, en la representación de la realidad. Representar los contornos, las superficies y los ángulos del mundo sobre un plano, requiere de un ejercicio de observación visual estático y complejo, capaz de abstraer las características del espacio y expresarlas en dibujos siguiendo una métrica y una escala.
No todas las formas de representarnos el mundo físico han de estar basadas en la experiencia visual. Es posible trazar cartografías sobre los lugares que habitamos no visuales sino táctiles, sonoras y olfativas. Se trata de cartografías nómadas que delimitan y describen otras experiencias del lugar.
La antropología del paisaje sostiene que los lugares que habitamos nos construyen y nos ayudan a comprendernos. El modo de vivirlos refleja cómo el ser humano se comprende a sí mismo. En este sentido, antropología y paisaje son inseparables. Somos-ahí, como dijo Heidegger, en ese lugar y ese lugar nos construye como individuo y como comunidad. Por ello, las relaciones que los individuos establecemos con nuestro entorno físico no son sólo cartográficas, son fundamentalmente existenciales.
He elegido la playa en la que veraneo como un ejemplo de cartografía nómada, sobre la que es posible delimitar territorios basados en experiencias del paisaje distintas a la observación visual. Para ello propongo experimentar también con otras formas de desplazamientos diferentes al ir a pie o caminar. Ciertamente, la percepción de los lugares varía según la forma como nos desplazamos por ellos. Caminando, los pies y nuestros pasos sobre el suelo transmiten una información diferente del lugar y del paisaje que, por ejemplo, recorriéndolo en bicicleta. El caminante observa todo lo que encuentra a su paso y recoge mucha información visual. Se camina mirando todo lo que sucede alrededor, acompasando el paso a la vista. Recuerdo que haciendo el Camino de Santiago pregunté a los caminantes y a los ciclistas cómo era la experiencia del Camino. Casi todos los caminantes contestaron que a pie se disfrutaba mucho del paisaje. No así los ciclistas, que afirmaron todos que no disfrutaban tanto del paisaje como de la movilidad. En movimiento el cuerpo recoge otra información sensorial. La bicicleta se desliza en un abrazo con el espacio, obliga a la mirada a ir atenta al frente, trabajando concentrada en la ruta. Al disminuir la capacidad de disfrute de la visión, se libera la capacidad de disfrute de los otros sentidos.
Nada mejor que la bicicleta para abrirnos al espacio y a otras formas de sensorialidad. La caricia del viento en la cara y en la piel, los cambios de temperatura, los sonidos que pasan fugaces, los olores que nos inundan cuando los atravesamos literalmente como territorios-geográficos-invisibles-y-aéreos. Desde la zona urbanizada de las casas de mi lugar de veraneo, con sus porches perfumados por el olor dulzón del galán de noche y los jazmines, hasta los caminos y carriles de campos hacia el mojón, el límite de las dos regiones de Murcia y Valencia es posible atravesar toda la cartografía invisible de olores que definen este paisaje mediterráneo: hinojo, pino, juncos y cañas, brisa salada, la ropa tendida cuando la brisa del mar ondea las sábanas y expande el olor fragante a jabón. Y al atardecer, junto a la playa, el olor a algas húmedas cuando el sol ya se esconde y el frescor de la noche libera los olores como secretos enterrados.
Muchas veces he pensado en el ciclista como un 'flanêur' que describe una cartografía diferente del mundo físico sin volúmenes, más aérea, más fluida, menos topográfica. Tal vez la bicicleta sea una forma de escritura sobre el paisaje, libre y salvaje, que traza rutas aéreas, invisibles mapas emocionales o imaginarios, geografías nómadas. Marc Auge, el famoso antropólogo de la deshumanización de los lugares, en su pequeño ensayo, 'Elogio de la bicicleta', describe la sensación de autonomía y libertad que nos invade al primer impulso del pie, al primer pedaleo, cuando en breves segundo el horizonte se pone en movimiento y el paisaje fluye y sentimos la caricia del aire en la cara y en los brazos, el cuerpo a cuerpo con el espacio; y sentimos los olores que nos envuelven y los sonidos que pasan fugaces, y la conciencia del lugar que nos habita. Pedaleando sentimos el placer de vivir los lugares. Pedaleando somos los lugares.
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