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Dicen quienes me conocen que de mi abuela Carmen, una cumplida andaluza, se me pegó el acento que nunca perdió a pesar de haber vivido ... desde chica en esta tierra. De mi abuela Isabel heredé el amor por el lugar donde vivo y saber que la casa no se barre cuando ha caído el sol porque se le va la alegría. A las dos les debo el sentido de la lealtad al hogar. A mi abuelo Julio, el guardia, le debo mi presentación al mundo, que es mi nombre y mi sentido del humor. Por último, conocí a mi abuelo Manuel a través de cartas y fotografías casi perdidas en un archivo, pero yo nunca lo vi ni hablé con él, se lo llevó la cruel enfermedad de los mineros sin haber nacido yo. Es una paradoja que precisamente fuera él quien me inculcase el valor de la memoria.
Nuestros abuelos nos miran y quieren con la ternura que no pudieron ejercer nuestros padres, y sin que nos demos cuenta son los responsables de nuestros sueños más largos y profundos. En mi caso, además, de no perdonar una siesta.
Ustedes celebraron este verano el día de los abuelos, yo no pude más que recordarlos, porque aunque están, ya se me fueron hace muchos años. Somos la memoria de quienes nos quieren y el legado que con paciencia nos han dejado: un nombre, un acento, una vocación, una receta de cocina o el afecto por la gente cercana y humilde.
Pienso que la mayor de las pérdidas producidas por la pandemia en España ha sido quedarnos sin miles y miles de abuelas y abuelos, y solo espero que eso no nos lleve a perder también algo que ellos nos guardaron mientras nosotros vivíamos nuestras vidas, la ternura del recuerdo.
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