Secciones
Servicios
Destacamos
Todo lo hago vicio y pubertad. A cualquier cosa buena le puedo dar la vuelta como calcetín y hacer de la virtud algo oscuro, y me está pasando con madrugar. Madrugo de competición. Por gusto y avaricia. Pero hoy (por ayer) el madrugón era para ir de concierto, para coger un bus que me lleva a un tren que me lleva a una furgoneta que me lleva a un metro que me lleva a un camerino que me lleva, finalmente, a un concierto. Bueno, eso que estamos llamando concierto este verano y que consiste en cancelaciones, restricciones, re-cancelaciones, distancias de seguridad y bailes estáticos en mesas por desorbitados precios. Ponemos todos de nuestra parte (equipo técnico, músicos, promotores, público) y nos saludamos con un chasquido de lengua y un «que se le va a hacer» de hombros subidos y sonrisa fría. Y claro, algunas mañanas te planteas si el esfuerzo es el correcto, si el dinero está bien invertido, la seguridad algo comprometida y la ilusión cogiendo una puertecita pequeña que hay detrás para irse de puntillas. Pero luego uno se acuerda de la gente. De la gente no, de las caritas de las personas, una a una, individualmente, que tienen en este rato, por maniatado y raro que sea, un gozo y un poquito de fiesta y de ver a sus amigos y de cantar a pleno (o casi) pulmón las canciones que les apasionan. Y entonces uno saca orgullo de histrión, carnet de payaso. Y se sabe elegido y responsable de hacer que la gente lo pase bien. Y no merece la pena, merece la alegría, subirse siempre a un escenario, con muletas o mascarillas, poner un pie en las tablas e intentar que la gente disfrute y sea feliz. Que no es poco. Merece (y mucho y siempre) la alegría.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.