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Cuando somos humildes nos reflejamos en las historias que nos cuentan las personas que tenemos cerca. Metemos nuestra cabeza en sus tragedias y en sus alegrías. Empatizar, señoras, es un arte.
Una de las pocas cosas de las que puedo fardar es de saber escuchar esas historias y tengo por costumbre hacerlo en torno a una mesa que aderezo con un asado de cordero segureño que ha estado casi cuatro horas en el horno. Facilita el camino de quienes se sientan en mi casa.
Esta empresa empezó como empiezan casi todas las buenas historias, por una casualidad. Mientras terminaba mis estudios en Historia del Arte, me dedicaba a mezclar gente en los cumpleaños que siempre he celebrado, gente diversa de todas las adscripciones que ustedes puedan imaginar, gente que pudiera enriquecer mi visión del mundo, que expandiera las fronteras de mi mente. Todas ellas tenían algo en común, una historia que contar.
En una de esas romerías fue cuando bautizaron mi piso con el título de esta columna y así es como se ha quedado, solo que el título acompaña cada uno de los lugares en los que he residido y así es como propios y extraños conocen el destino cuando vienen a casa. Me enorgullezco de que todas esas personas me conozcan con ese apelativo y aún más de que llenen mi casa, no solo de amor, sino también de felicidad y de historias que me ayudan a ser mejor.
Ahora, a orillas del Mediterráneo y de su hermano pequeño, mi Mar Menor, viendo que va terminando la luz del verano, recuerdo las miradas cómplices y el desparpajo de invitados que me han honrado con lo mejor que tenían, su vida. Porque cuando alguien te ofrece un poco de su tiempo ese es el mejor de los regalos. Y esto, señoras, es la Casa del Amor.
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