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En el escritorio tengo una bola del mundo que me regalaron por mi comunión con una luz que me gusta mucho y que solamente me ha hecho cambiarle la bombilla un par de veces en 30 años. Creo que es el único objeto al que ... quiero. Lo quiero, lo miro y pienso «quiero a esa cosa». No quiero que le pase nada malo a mi bola del mundo. Quiero que siga teniendo esa luz, que la luz que le cambie dentro de 10 años no sea demasiado blanca y entonces pierda calidez, o que sea demasiado potente para su frágil plástico y se queme 'Yugoslavia', o que se siga desconchando la pintura y perdamos para siempre 'El Chad'. Quiero que esa cosa esté bien. Eso es querer a algo. Me divierte mirar los países y pensar si aún existen. Me gusta no saber. He decidido valorar muchísimo mi propia ignorancia. Le doy un valor sagrado a lo que desconozco y no voy como un gilipollas a Google a teclear dónde está un sitio o cómo se llama en este momento.
Así que a veces mientras escribo o corrijo frases en latín por aburrimiento, me gusta mirar la bola y pensar cuánto habrá cambiado la costa oeste de África desde que hice la comunión. También me gusta no saber exactamente en qué año hice la comunión.
Me gusta saber las cosas que existen en mi vida, me gusta saber que los albaricoques tienen una semilla amarga dentro del hueso que se puede comer, o que el fruto del árbol del bien y del mal era un higo en verdad, porque lo leí no sé donde una vez.
Me gusta mi ignorancia, mi duda, mi falta de datos y de concreción y no necesito para nada la santa enseñanza de internet, su abrumador conteo de cifras ni su ridícula validez contrastada.
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