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Voy a lanzar una teoría a esta mañana preciosa de verano. Mi generación (Treintañeros Estándar del Mediterráneo) está a punto de convertirse en la primera en desaparecer de la historia sin un legado claro. Me explico. Se escriben libros, se ruedan películas y se hacen canciones, cada vez más y con más velocidad y soltura, pero hemos apartado su reproducción física hasta convertir el objeto en un estorbo. Nuestras casas son blancas y asépticas; diseñadas a pachas entre IKEA y Apple, los huecos de las estanterías están diseñados para videoconsolas, pequeños dispositivos wireless y pantallas planas, inteligentes, ultra definidas y refinadas. Nuestros muebles están orgullosos y convencidos de que los libros son un engorro cuando te mudas y los vinilos toneladas de basura de plástico que mejor que se hayan quedado en casa de tus padres. Bien. Ok. Entendido.
Vamos hacia la economía en el espacio habitable y directos al síndrome de Diógenes de manual en el ciberespacio. Pero algo hemos dejado por el camino. Pues resulta que la gente que te educa y te modela, además de con recomendaciones y castigos, lo hace con sus gustos y devociones. Incluso con sus fallos y vergüenzas. Y uno aprende de sumergirse en las colecciones de discos de sus primos mayores, o mirando la estantería de cómics y 'deuvedés' de la casa de una novia. Y se nutre y se enriquece y se renueva. El legado va un poco de eso. En dejar millones de páginas, revistas, fotos, discos y cuadros para que nuestros vecinos o nietos puedan entrar y ver quienes éramos, como nos emocionábamos o nos divertíamos y como la cultura era una pared de la casa que soportaba el techo, real y metafórico, y no un atrapapolvo. Ahora recordad que si borráis vuestro historial de navegación de Safari o Chrome, prácticamente habréis desaparecido para siempre.
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