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Será por la edad. En cuanto me pongo a nadar me entra agua al oído. Salada. Se me queda ahí. Veo dos peces, toco un alga, y a cambio tengo agüita entre el caracol y el martillo. Me he comprado unos tapones. Me los ha ... dado la señora farmacéutica. Estoy escuchando la radio en casa, ordenando libros, deshaciendo maletas. Me los pruebo. Todo se desvanece. Ni un sonido. Nada. Cancelación de ruido total. Cancelación de mundo. Lo siguiente va a ser un antifaz, para gozar de la privación sensorial completa. Luego unos guantes para no notar el tacto de nada, y el increíble hombre menguante se tapará con una sabanita fría y desaparecerá. Pero escribo esto en un avión a Mallorca, y la azafata arrastra una fragancia dulce y algo empalagosa que pone mi cerebro a funcionar, yo, con mis tapones puestos y mi antifaz bien colocado, empiezo a buscar como un loco entre recuerdos, intentando encontrar en mi memoria a la persona exacta que hace años olía así. Siento aquel abrazo, mientras sigo pensando en su nombre, noto su piel y su mano, sin moverme, aquí, a no sé cuántos pies de altura. Casi su gemido resuena en mi cabeza, me dejo la piel del cerebro a tiras para dar en mi pasado con la dueña de ese perfume. Veo su pelo, abrazo de nuevo su espalda. Repito el escalofrío. Y yo que quería privarme de sentidos. Pero la vida siempre está dentro, esperando para salir a flote un resorte cualquiera. Agazapada en un avión, por ejemplo, tras el aroma de una azafata fugaz.
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