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Conste que nunca me ha gustado la arena. Hay algo en la arena que desde crío me incomoda. Se pega a tus pies, persiste en viajar en tus calcetines, se esconde al fondo de las zapatillas y no se puede quitar bien del todo con ... las manos. Incluso cuando crees que ya es historia, sales de la ducha y ahí queda un poquito de arena en la pantorrilla o detrás de una oreja.
Lucha una y otra vez por quedarse en tu piel. O en tu toalla. No me gusta. El caso es que desde que vivo en el mar he empezado a mirar la arena de otra forma.
Ahora la miro ahí, revoloteando en la brisa y yendo de la roca a la espuma una y otra vez y pienso que la arena es en realidad el fin del mundo, del mundo sólido, del mundo tal y como lo conocemos, del mundo que vivimos y pisamos, aunque nosotros vengamos (hasta donde científicamente sabemos remontarnos) del mar.
Y ahí va y nos hace de frontera, nos introduce suave, paso a paso, hasta donde nos cubre el agua y entonces nos abandona a nuestra suerte flotante y al volver del miedo líquido es en la arena donde hacemos al fin pie hasta tierra firme, donde poco a poco se vuelve sólida, roca, suelo, asfalto y mundo.
La arena es el mundo que habitamos en descomposición perpetua, y tal vez no se va de nuestros pies, manos, toalla ni calcetines, porque no quiere desaparecer del todo, o tal vez, lo que realmente nos pide es que la acompañemos en mutua disolución para siempre, hechos todos, mundo y nosotros, arena de la buena.
Desde que vivo en el mar solo pienso tonterías.
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