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Los folios doblados parecen tener décadas. Unas fotocopias manoseadas y gastadas en las que los caracteres chinos, o japoneses, se intercalan con fotos cuadradas en las que dos luchadores, inmortalizados en el tiempo, marcan algunos gestos y movimientos. Adivino tras las lentes cómo brillan sus ... ojos. Observo las arrugas de su cara. Su pelo corto, cano. La rugosidad tosca que intuyo en sus dedos, sosteniendo firme los papeles. Su mochila Suzuki Adventure con una cinta de avión impresa con algunas palabras árabes que me habla de viajes con múltiples etapas, de caminos largos. Mientras mira los folios, marca gestos y golpes mínimos en el aire con una mano. Gestos delicados, pequeños, repasados con mimo, gestos creados para infringir dolor y vencer. Nadie estudia karate con folios fotocopiados. Se necesita una capacidad antigua y concreta para aprender el movimiento desde la impresión estática del lenguaje. Dudo entonces si es un maestro que repasa una lección a impartir o si, tal vez, se trata en cambio de un aprendiz. Dicen que cuando terminas tu ascenso hacia las mieles de las artes marciales pasas del cinturón negro al blanco, de nuevo. Puede que sea una de esas mierdas que la gente pone en internet y repetimos como loros porque son en verdad bellas. Este señor, sentado a metro y medio, podría ser el rey de los karatekas o un anciano que se ha lanzado al mundo a aprender. Ahora mismo todas las posibilidades coexisten en su mirada y su mochila. Para mí. Tal vez con su idioma sea más sencillo aprender a luchar con la única arma del lenguaje. Qué tipo de literatura usarán para explicar cómo lanzar a un hombre por los aires, o cómo esquivar un ataque enemigo. Pienso desde el asiento de mi vagón en cómo el lenguaje podrá engendrar movimiento, y en cuántos idiomas me quedan aún por aprender.
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