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Un hombre entra a un vagón. Aún queda tiempo para que el tren comience su viaje. Soy tan puntual que molesto. De hecho, llego con tanto tiempo a los sitios que suele tocar esperar a estar dentro del periodo de la puntualidad. Este señor parece ... estar en mi equipo. Colocamos las mochilas y maletas, da la impresión de ir o venir de un largo viaje. Bermudas vaqueras, cabeza pelada, rostro simpático aunque algo inquieto. Se mueve arriba y bajo, se coloca el polo azul marino, mete los faldones, retoca el cuello. Yo ya me he sentado hace rato y sé que mientras no salgamos de la estación no hay conexión a internet, por eso me sorprende ver cómo comienza a hacer una llamada con el móvil. Se ha puesto las gafas para mirar bien el número, o el contacto, y sigue caminando cuando al otro lado de la línea parecen responder.
El hombre, sin control de volumen pero visiblemente emocionado, dice a su interlocutor: «Gracias. Gracias por cómo me has tratado. Por cómo me has hecho sentir. Por tu piscina. Por tu desayuno. Por tu alegría. Gracias».
Desconozco todo. Si esa persona y él han compartido unos días o tan solo era un cliente de Airbnb venido arriba. Si la voz translucía amor, amistad, familiaridad, despedida, esperanza. Hay tanto que contar en el tono de una frase, es tan difícil encontrar, sin contexto, el sentido exacto del lenguaje. Los trenes, como la semana pasada, me hacen pensar en el lenguaje. En qué nos decimos cuando nos decimos cosas, en si somos lo que contamos, lo que transmitimos, o tal vez más lo que pensamos y nunca sacamos de adentro. Voy hacia otra ciudad, pensando si tengo yo, si debería ya mismo, coger el teléfono y llamar a alguien para darle las gracias, gracias, gracias.
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