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La Jerusalén Celeste en un claustro románico
Territorios imaginarios ·
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El monasterio queda demasiado lejos de cualquier camino, a una distancia insalvable de nuestros díasEs el silencio mineral lo que me ha traído hasta aquí. Me siento entre dos arcadas, protegido por una bóveda de aristas cruzadas, en la luz de un arco de medio punto que enmarca el cielo, azul, sin una nube cruzando la meseta. Las horas ... dictan el punto álgido de la tarde. No hay ni un alma recorriendo los pasillos del claustro. El monasterio queda demasiado lejos de cualquier camino, a una distancia insalvable de nuestros días. Crecen ocho senderos de tierra, bordeados por setos, que parcelan el patio y disfrazan la piedra de verde. Hay viñas esculpidas en los capiteles, demonios lacerantes, sexos abultados de animales provenientes de tierras extrañas. Todo ha salido de la imaginación del artesano, el maestro cantero que vino de Francia. Los caminos de tierra se enroscan, hasta que llegan al centro. Ahí se hunde el mundo. Se abre el universo y nace una corriente de agua hacia el cielo que compite con el ciprés, erguido desde antes de la creación, solitario como una columna viva. Hubo un tiempo en el que llegar al centro del claustro significaba entrar en la Jerusalén Celeste.
Fue una época en la que aún se creía en los dioses y estos se manifestaban a través de la piedra. La Jerusalén Celeste, como todo territorio mítico, existe sobre una base cierta. Me refiero al epicentro de las tres religiones del Libro, la ciudad que alberga más guerras en sus calles que años de existencia, en la que se crucifica a los mesías y se destruyen templos, en la que las placas tectónicas de las creencias de los hombres chocan a golpes de campanas, almuédanos y filacterias. Jerusalén existe y representa el asiento capital del monoteísmo. Urbe milenaria, descrita en los libros más sagrados de la humanidad, ha sido siempre la aspiración del pueblo elegido, el hogar de Dios en la tierra. La casa del viajero después de un largo exilio.
Pero al costado de la geografía, el hombre sintió necesidad de crear un doble reverso. Jerusalén quedó a ras del suelo, donde crecen las plantas y lloran las madres al ver que sus hijos parten para la batalla. En las profundidades del abismo, la tradición situó el Infierno. La caída de Lucifer del cielo provocó un agujero enorme. Es la guarida del diablo, y los escombros que se crearon al perforar la tierra construyeron la ciudad anhelada. En ese mismo punto, en vertical hacia la esfera del universo, nace la Jerusalén Celeste, la ciudad perfecta a la que van los justos, el mundo ideado solamente para los virtuosos. La esperanza que el ser humano pone en que su existencia no se resuma a una sola vida.
La Jerusalén Celeste es descrita en el libro del Apocalipsis como una novia hermosamente vestida. En ella no existirá la muerte, ni el llanto ni el dolor. El paraíso dado por Dios brilla, tiene una planta cuadrada y es franqueada por una muralla que la protege y doce puertas que llaman al alma. De estas puertas nacen doce calles que desembocan en una plaza interior, también cuadrada. Es la morada de Dios y el alma se encamina hacia allá para alcanzar la perfección.
Por esta plaza soleada el hombre ha hecho guerras indiscriminadas, se han organizado expediciones en las que las naciones se han matado hasta quedarse sin sangre en las venas. Han asolado regiones enteras durante las Cruzadas, creyendo encontrar, tras las murallas de Oriente, el camino de salvación. En Münster, Waldeck creó un reino anabaptista que acabó en hambre y locura. En América, los europeos esclavizaron el Edén y el extremismo árabe aspira a su Jerusalén Celeste al grito de la yihad. He aquí la confusión de los tiempos. La Jerusalén Celeste no habita en la geografía de este mundo, sino en la esperanza de otras vidas que endulzan el nombre del paraíso.
A lo largo de todo el orbe cristiano, en los sinuosos mosaicos orientales, en la piedra dura de la Europa románica, en las infernales visiones del gótico, en el mestizaje americano, allá donde se alza una iglesia, hay una representación de la Jerusalén Celeste. Su contemplación nos salva de la maldad, del diablo, de la carne, que tienta con sus frescos racimos. Los claustros de los monasterios son simulacros de la perfección de la ciudad soñada. En sus bosques de plantas domésticas los monjes plantan hierbas medicinales, beben agua de los pozos, como los ríos del paraíso, y flota la tarde en la esperanza de encontrar un día el camino hacia Dios. Los claustros de San Juan del Duero, en Soria, y de Santo Domingo de Silos son milagros de arquitectura. Visiones de lo que le espera al hombre si persevera en la oración.
En el camino de los hombres hacia Dios, hay peligros y sinsabores. Dante se introdujo en la selva oscura, antes de contemplar el rostro eterno de la divinidad. Hubo de transitar la ciudad del llanto para descubrir la Jerusalén Celeste. Llegó al centro del claustro y vio a Dios en su forma más perfecta. Y, como en un espejo, las formas divinas adquirieron su propio rostro, como si estuviese contemplando un espejo. Porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza. El paraíso no quedaba tan lejos. Había que buscarlo en la propia humanidad. El aleph tiene perfil humano. Es el claustro de Silos. El desván donde Borges pensó su esfera infinita. Una noche florentina. Una calle de la Jerusalén vieja, árabe y humana. A la Jerusalén Celeste se llega en esta vida, porque dudo que sea más confortable que esta arcada románica y este ciprés que ya ha crecido dos palmos en el tiempo de declinar la tarde.
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