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Y, de pronto, todos los ahogados en el Mediterráneo se levantaron para aplaudirle
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A ver, aclarado queda: no hay que ser ni Santa Pelagia, ni tampoco San Casimiro de Polonia, para que esta nueva producción de Barco Pirata te toque el corazón y te lo desplace de sitio, liberado, huyendo de todo extremo, intolerancia, odio, necedad, demagogia y ... fariseísmo [¡Glups!]. '14.4', que cuenta la historia real del marroquí, hoy nacionalizado español, Ahmed Younoussi, un niño que entró en España de forma ilegal y dejando atrás un verdadero batallón de pérdidas, palizas e infortunios, es de un alto voltaje emocional que precisa de, si se quiere salir sin sentir un gran sonrojo del teatro, no tener demasiada mala conciencia. Precioso montaje, por cierto, de notable factura artística. Durante la función, de lo poético pasamos a venga a tragar saliva, mientras seguimos la historia, narrada en español y en árabe, con un resultado bellísimo, cuando es preciso. Historia contada con la misma calidez que tendría si su protagonista nos hubiese citado, a unos cuantos, alrededor de una hoguera junto al mar; las bebidas corriendo de nuestra parte, ¡eh!
Las peripecias de Ahmed, a las que él les presta su cuerpo y su alma en escena, las han convertido en material dramático Juan Diego Botto y Sergio Peris-Mencheta, a quienes tanto queremos. Por cierto, la relación del Festival de Teatro, Música y Danza de San Javier es más que fructífera con el segundo, pero con el primero sigue teniendo una deuda pendiente, ay. Peris-Mencheta ha dirigido también la función, y su sello personal sigue brillando muy alto pese a la grave enfemedad que, en esta ocasión, ha condicionado su trabajo: qué útil y excdelente resulta siempre, qué tío más grande.
Obra: '14.4'. Martes, 13 de agosto de 2014. Teatro de Invierno. 54 Festival de Teatro, Música y Danza de San Javier.
Calificación del espectáculo: Muy bueno
'14.4' se ha convertido en todo un acontecimiento en esta 54 edición que, de nuevo dirigida por el inquieto David Martínez, está cosechando un gran éxito de público. Las dos funciones de '14.4' programadas en el Teatro de Invierno han registrado sendos llenos totales y han finalizado con todo el patio de butacas, en pie, protagonizando una ovación que dejará huella.
He aquí una tragedia de hoy, cuyo sufrimiento está a la orden del día, contada –¡otro acierto!– sin caer en el rencor ni la rabia. Una obra sobre la inmigración ilegal, así es, que debería ver todo el mundo, no dejando fuera sino todo lo contrario –a ver si ocurriese un milagro– a quienes quieren 'putodefender' a España de, entre otros que según ellos sobran, los 'menas', qué obsesión.
En '14.4' se sigue la trayectoria vital de «un niño», cuenta Botto, «que escapa del maltrato familiar para habitar las calles de Tánger. Allí, en las calles de la ciudad portuaria, llegarán aventuras, sueños y desventuras y una obsesión que lo recorre todo... cruzar a España». «Una España», añade, «que es vista como el paraíso en la tierra, el final del camino, la Ítaca con la que sueña todo viajero». Y, en efecto, «Ahmed consigue cruzar con 9 años a la península escondido en los bajos de un camión. Y aquí, en la tierra prometida, llegará otra odisea que se aleja de lo soñado pero que no está exenta de sentido del humor, aventuras, redes de solidaridad y finales inesperados».
Que lo interprete el propio Ahmed Younoussi es un valor no sólo añadido, sino mucho más: una experiencia impagable. Incluso con sus despistes y con algún que otro tropiezo con el texto, nada que no sea subsanable, no lo cambiaba yo ni siquiera por Ben Whishaw, que en una versión en inglés sería una apuesta redonda, digamos que acojonante.
Resulta sobrecogedor escuchar en '14.4' como un calcetín, mojado con disolvente, e inspirado «sin piedad», era el compañero de un niño, que «vivía con él, volaba con él, soñaba con él, dormía con él», era su peluche. Disolvente, pegamento... utilizado(s) para huir de una realidad que espanta, por dolorosa. Y entonces, perdida la consciencia, vivir la ilusión de que el disolvente lo disuelve todo: la pena, el hambre, el dolor. Y llegar a pensar, incluso a sentir, que importas, que te quieren, que te cuidan, te ayuda, nadie te deja sin el pan de cada día, ni los adultos permiten que duermas entre escombros, ni que seas violado...; que deambules como un animal herido por las calles, sin hogar, sin futuro, ni siquiera siendo, «en los vastos jardines sin aurora», que describía Luis Cernuda, «memoria de una piedra sepultada entre ortigas, / sobre la cual el viento escapa a sus insomnios».
Nadie que vea esta función dejará de sentir un latido que tiende a escaparse del cuerpo cuando escuche a Ahmed contar como esta droga de los desheredados le llevaba a ver cómo lo rodeaban de aplausos valorando su voluntad de supervivencia, su deseo de alcanzar el sueño de Europa, su valentía a diario, su lealtad a los amigos... «¡Bravo, bravo, Ahmed, bravo!». Y todo el público siente conmovido cómo «los ahogados se levantan del fondo del estrecho» para aplaudirle, y le gritan radiantes «Ole tus muertos y ole nosotros». Y entonces, en un festín de desgracia y vergüenza, «los niños ahogados, y las mujeres ahogadas, y los hombres ahogados» le dan la mano, y le aplauden y festejan. Ahmed no morirá en el Mediterráneo intentando llegar a Europa, Ahmed no será pasto del olvido, de las cifras de muertos que deberían sonrojarnos, del espanto que lejos de amainar se multiplica. Y Ahmed sueña, «sobre un barril de mierda», con camas con sus sábanas y «un beso de buenas noches», y con lingotes de oro, y que en pleno Bernabéu meterá un «golazo por la escuadra».
Un día, alguien llevó a Ahmed hasta Madrid y le dejó en la puerta del Centro de Menores de Hortaleza, donde estuvo dos meses antes de entrar a otro de Vallecas. Y allí conoció a Borja, «un educador social que para mí fue mi verdadero padre». La relación que se estableció entre ambos daría para otra obra o película o novela de no ficción: maravillosa. Borja lo matriculó en el colegio, le cambió la vida, le hizo tener fe en sí mismo, llegó a ser su tutor legal y lo acogió en su casa, se convirtió en su familia. Por desgracia, tenía 40 años cuando un cáncer acabó con su vida en 2015. Creo que fuimos muchísimos los que salimos el martes del Teatro de Invierno sintíendonos muy orgullosos de que haya entre nosotros españoles como Borja; españoles con corazón, mujeres y hombres lúcidos, generosos, sensibles, sin complejos, sin gilipolleces, valientes, sin hacer seguidismo de la barbarie.
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