Ana Morales (Valencia, 1966), jefa de Neurología del Hospital Virgen de la Arrixaca. Neuróloga de prestigio, sus pacientes sienten debilidad por ella. Tiene un tesoro ... fabuloso, que ya ha dado como fruto siete sobrinos: sus hermanos Begoña, Alicia, Arancha y Javier. Dejó escrito Miguel de Cervantes que «no hay néctar que iguale a un vino generoso». Está de acuerdo. Tinto.
-¿Qué ha sido desde pequeña?
-Creo que he sido y sigo siendo un poco llorona; de hecho, en todos los vídeos familiares que hacían mis padres cuando éramos pequeños salgo llorando [ríe]. También muy sensible, la verdad. Pero no crea que recuerdo yo muy bien mi infancia, la buena memoria no es una de mis virtudes, lío un poco las cosas.
«Sé que voy a pasar un mejor día si he salido a correr»
-¿Qué quería ser?
-Creo que siempre he tenido un poco de complejo de Edipo con mi padre y solo recuerdo haber querido ser médico, no otra cosa. Sentía por él una gran admiración y siempre supe que un día lo sería.
-¿A qué jugaba?
-[Risas] Con quince o dieciséis años todavía jugaba a las muñecas. Mis padres decidieron que hiciera COU en Estados Unidos y creo que fue porque me vieron demasiado apegada. Mi padre era psiquiatra [José María Morales Meseguer, que dio nombre al Hospital Morales Meseguer, en Murcia] y mi madre psicóloga [Milagros Ortiz]. Fui la primera hija a la que mandaron fuera a estudiar; debieron pensar que separarme de ellos y del hogar me vendría bien, no debería tener yo mucho espíritu independiente. Y como era una niña muy obediente, no me cuestioné no ir.
-¿Por qué sonríe siempre?
-Pues no lo sé, a veces pienso que tiene que ver, precisamente, con mi estancia en Estados Unidos, porque cuando llegué allí yo pensaba que sabía muchísimo inglés y realmente no tenía ni idea. La gente me hablaba y yo no entendía nada, y sustituía el hablar por sonreír. Ahora me estorba mucho la mascarilla, por ejemplo, porque en el hospital, cuando estás relacionándote con un paciente, la sonrisa es muy importante, te acerca al enfermo.
-¿Algún recuerdo curioso de esa estancia en EE UU?
&ndashUna vez el profesor preguntó en clase, donde yo era la única extranjera, que quién era el presidente de EE UU. Solo yo levanté la mano, que bajé enseguida porque me dio vergüenza. Era Bush padre, ¡ningún compañero americano lo sabía!
-¿Cómo vive?
&ndashCon alegría, estoy muy contenta con mi vida. Me gusta cómo vivo. Eso no quiere decir que no pase épocas en las que parece que todo es terrible, pero cada vez son menos. Mi estado de ánimo más común es alegre, supongo que madurar también ha consistido en no hacer problemones de los problemas que te van surgiendo.
-¿Qué le gusta de usted?
&ndashMe gusta que soy generosa, y que tengo una dosis alta de bondad; tiendo a un pensamiento bondadoso sobre los demás, y creo que eso me beneficia mucho y no me perjudica nada.
-
Un sitio para tomar una cerveza.
La Balsa, en El Valle (Murcia).
-
Una canción.
Cualquiera de Aute o de Serrat.
-
Un libro para el verano.
'El corazón helado', de Almudena Grandes.
-
¿Qué consejo daría?
Hay que reírse mucho.
-
¿Le gustaría ser invisible?
No.
-
Su copa preferida.
Vino tinto.
-
Su héroe o heroína de ficción.
[...]
-
Un epitafio.
«Muchas gracias a todos».
-
¿Qué le gustaría ser de mayor?
Me gustaría abrir un restaurante.
-
¿Tiene enemigos?
Seguro, pero no sé verlos.
-
Un baño ideal.
En San Telmo (Mallorca).
-¿No se lleva decepciones?
-Cada vez estoy más convencida de que es mejor querer. Cuanto más quieres a los demás, en general, mejor vida tienes.
-¿Cuándo descubrió que esto de vivir no es ninguna broma?
-[Sonríe] Nosotros tenemos una experiencia familiar que nos hizo descubrirlo muy pronto. Cuando yo tenía 19 años, mi padre enfermó y cuatro años después falleció; unos meses después, le diagnosticaron a mi madre una enfermedad y también falleció cuatro años después. Con lo cual viví ocho años, entre los 19 y los 26, en los que todo estaba muy teñido de gris. Cuando uno tiene que convivir con la enfermedad, siempre tiene como una nube en la cabeza; aunque hagas una vida normal, y esa vida normal y esa rutina, que son necesarias, de alguna manera te salven, todo está teñido de gris. Y eso hizo que me distanciara algo de la gente de mi edad, porque no estábamos viviendo las mismas circunstancias. El futuro se presentaba muy negro... las cosas no iban a estar mejor al año siguiente y esa sensación es muy extraña.
-¿Qué aprendió de sus padres?
&ndash¡Tantas cosas! Una manera de vivir. Soy agnóstica, y creo que la familia, la gente que te precede, tus antepasados, lo que te dejan es un estilo de vivir y de enfrentarte a la vida. A los cinco hermanos, mis padres nos dejaron un estilo de vivir muy propio, y esa herencia es, de alguna manera, la forma en que perduran. Nos educaron para ser honestos, coherentes, respetuosos y tolerantes. Esos valores caracterizan a mi familia.
Estable
-¿No se rebeló?
-Supongo que durante algún tiempo estuve muy enfadada, pero lo he olvidado. Cuando nos quedamos huérfanos, algunos de mis hermanos eran más pequeños que yo. Hicimos todos un grupo muy unido para sobrevivir. Ya han pasado muchos años, y el tiempo va dulcificando algunos recuerdos.
-¿Qué le hace feliz?
-Los amigos y la familia. La relación con las personas. Viajar me gusta mucho, pero reconozco que siempre lo he hecho porque iba con amigos. Son las relaciones humanas las que me llenan la vida. Y el tener un núcleo familiar muy potente me hace estar muy estable. Soy muy afortunada, me han tocado la mejor familia y los mejores amigos.
-¿De usted qué no le gusta?
-Tengo que aprender a controlar mi impulsividad. Y también tengo tendencia a pensar que tengo razón, y eso siendo jefa estorba mucho. Es verdad que suelo ser buena trabajando con grupos, porque lo he hecho mucho y estoy muy entrenada, y también que tengo una cierta capacidad para escuchar, pero cuando tengo algo muy claro me cuesta aceptar otra opinión diferente. Y si trabajas, sobre todo en grupo, es muy importante escuchar las opiniones de los demás.
-¿Un lince para qué?
-Para aconsejar a los amigos [ríe]. Quizá por esa capacidad que tengo de ponerme un poco en el lugar del otro. Creo que para eso soy buena.
-¿Se plantea tener consulta privada?
-No. Estoy muy implicada en la defensa de la sanidad pública.
-¿Cómo anda de ingenuidad?
-hBien servida [ríe], y creo que esa dosis alta de ingenuidad ya no se me va a quitar, porque ya soy muy mayor [sonríe]. Pero tampoco se vive mal con ella. Es muy posible que tenga enemigos o gente a la que no le guste cómo soy, pero esta ingenuidad mía me hace ignorar todo eso, y paso por el mundo como si no tuviera a nadie en contra.
-¿Qué le resulta molesto?
-La mediocridad, la gente que no se toma mucho interés por el trabajo que está haciendo en ese momento; la desidia me resulta difícil de entender, la falta de implicación, el que te dé igual tu trabajo. Y me molesta mucho también la falta de rigor, y que se apueste por el camino más fácil aunque no sea el mejor.
-¿Cómo desconecta?
-Corro desde que cumplí los 40 años, con mayor o menor intensidad pero sin dejar de hacerlo. Correr me ha enganchado un disparate. Ir acumulando a lo largo del día tensiones, incluso una cierta mala leche, no es tan raro. Y yo tolero muy mal estar enfadada. He comprobado que si he corrido por la mañana, tolero mejor los fallos y los inconvenientes con los que puedo encontrarme. Sé que voy a pasar un mejor día si he salido a correr.
-¿Qué más?
-Cocinar, me encanta invitar a casa a los amigos y a mi familia y cocinar para ellos. Creo que eso también lo he heredado de mi madre, que invitaba a comer y a cenar en casa a todo el mundo [ríe]. Nos enseñó a cocinar muy pronto y todos tenemos cierta habilidad para la cocina. Cocinar también me permite crear con las manos, y eso me gusta.
-¿Y el vino?
-Mi abuela materna era de La Rioja, y no hay celebración en mi familia en la que falte el vino. A todos nos gusta. Mi única cuñada siempre dice que en mi familia no se puso agua en la mesa hasta que ella llegó, y es probable que tenga razón, sí [risas].
-¿Qué le ha venido bien?
-Me gusta todo lo que tiene que ver con organizar, desde el punto de vista técnico, para mejorar la cosas. Y siempre he trabajado en lugares donde me han dejado intentar mejorarlas. En los hospitales donde he estado, he tenido proyectos desde el principio y me han permitido desarrollarlos. Tengo algunas ideas sobre cómo cambiar las cosas.
-¿Echa algo de menos?
-No tengo hijos, y eso quizá sí lo echo de menos porque soy muy madraza; lo soy con mis hermanos, con mis sobrinos, con mis compañeros, con los residentes. Quizá no hubiera estado mal tenerlos, pero no lo digo con tristeza porque tengo unos sobrinos estupendos con los que me llevo genial. Recuerdo que cuando empezaron a llegar, se me despertó una parte que había perdido: la imaginación. Tengo siete sobrinos de edades diversas y me encanta estar con ellos.
Benarés
-¿Qué preferiría?
-Morirme de golpe, lo tengo clarísimo.
-¿Qué viajes le han marcado?
-Colaboro desde hace seis años con una ONG [Cirugía Solidaria, surgida en la Arrixaca] que buscaba médicos para apoyar en sus campañas en África. Tuve la suerte de que me aceptaran y la experiencia es impresionante. Dedico quince días de mis vacaciones a trabajar en países como Camerún, Kenia y Senegal. Son viajes muy emocionales, entre la gran estupefacción que te provoca África y la alegría que tienen los africanos y que a ti te aporta el ser útil.
-¿Dónde lo pasó mal?
-Durante un viaje a la India, que me fascinó, en Benarés [una de las siete ciudades santas del hinduismo]. A las pocas horas de estar allí me habría ido, pero no lo hice porque no podía. Ese olor tan intenso a cadáveres quemados, esa presencia tan brutal de la enfermedad y la muerte por todos lados...; son imágenes que se me quedaron grabadas.
-¿Qué lugar le encantó?
-Perú, por ejemplo.
-¿Ahora qué se ha propuesto?
-Estoy muy abierta a no dejar pasar nada que ocurra. La vida es realmente corta y no sabemos cuándo va a llegar la enfermedad. Ahora que no existe el gris, estoy superatenta para vivir la vida con mucha intensidad.
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