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ALEXIA SALAS
Miércoles, 6 de agosto 2014, 10:45
El senegalés Lamine Sarre se dispone a contar un cuento que escuchaba de pequeño en su país, tan lejano para él ya en tiempo y en espacio. Es momento de escuchar: «Una paloma y un lagarto se peleaban encima de un tejado. Fueron a llamar al burro, pero éste dijo que era imposible separarlos para que volviera la paz. Fueron a llamar a un caballo, pero dijo que no le habían hecho caso cuando les pidió que se dieran la mano. Fueron a llamar a la vaca, pero dijo, antes de ir, que nadie en el mundo sería capaz de separarlos y que más valía dejarlos que acabaran por sí solos. La pelea continuó y eso provocó que se desplomara el techo de la casa y causara daños en los alrededores. Entonces los demás empezaron también a pelearse. Se desencadenó una guerra, y el burro fue sacrificado y el caballo tuvo que huir. Como ocurre en las guerras, se acabó la comida, entonces mataron a la vaca y también a la cabra. Cuando todo estaba destrozado y no quedaba casi nadie, se preguntaron cómo había empezado todo. Si la paloma y el lagarto hubieran dejado de pelear, nada de eso hubiera ocurrido».
Quién.
Lamine Sarre.
Qué.
Vendedor ambulante.
Dónde.
La Manga.
Pasiones.
Sus cuatro hijos.
Pensamiento.
«No todo el mundo es igual».
Mientras un busto parlante narra con tono mecánico desde una pantalla cercana los interminables ataques del conflicto palestino-israelí, Lamine no presta atención más que a las patatas que le quedan en el plato y, sin embargo, conoce cómo gira la espiral que alimenta la ira. Él tiene otra guerra tras su frente brillante como la caoba pulida. La de Lamine contra el destino, aunque el senegalés de 42 años, apacible y sonriente como un niño, no tiene ira.
Hace más de 15 años que zarpó desde Dakar en una patera sin saber demasiado de su rumbo y absolutamente nada sobre la otra orilla. «Estuvimos 10 días en el mar, en la barca, sin comida, con mucho frío y sin saber si llegaríamos vivos a algún sitio, pero al final estaban las islas Canarias», cuenta junto a su tienda ambulante. La mercancía descansa el tiempo que dura el plato de patatas de Lamine. Nunca está en el mismo sitio mucho tiempo. No es recomendable para un hombre sin nación. Su pasaporte de vida son hoy esos sombreros que se cala sobre las orejas, apilados como una torre del homenaje. Un escaparate de fabricación artesana muestra la feria de gafas de espejo. Se ve de lejos el tornasol de las lentes de plástico bajo los rayos inclementes, que anuncia su llegada a lo largo de kilómetros de playas. En la otra mano, las clásicas pulseras de cuero. A la espalda, el almacén de este hombre-tienda móvil, una opción para los que no pueden echar raíces.
A veces camina canturreando. «Me gusta la música de Youssou N'Dour. En mi país hay buenos músicos», sonríe recordando que «Senegal no es solo tristeza y problemas». Senegal es también sus cuatro hijos: «Hablo con ellos, y me cuentan que van a la escuela y juegan. Si no fuera por ellos, volvía como fuese, aunque no tuviese nada, porque esta vida es mucho sufrimiento». Cada mañana llega en autobús a una zona de playa y, sin apenas otear el horizonte, emprende la marcha por la larga línea de playa con todo el cachivache de plástico colgando por los lados. Muchas pisadas antes de comer un bocado por la tarde y volver a casa antes de que anochezca. Su deambular eterno lo convierte en una de esas piezas fabricadas por el troquel de la miseria, que componen un paisaje que en las ciudades se mira pero no se ve. «Hay gente amable. No todos son iguales, pero si alguien te mira mal, qué puedes hacer, tengo que vender», asume su tránsito fatigoso a este lado del mundo. Nunca pensó que pasaría tanto tiempo en una playa tan lejana de la suya. En unas semanas cambiará de rumbo, como los veraneantes, y Lamine será uno de esos puntitos oscuros y remotos en medio de los campos que, como hormigas, se ocupan de cortar las uvas a finales del verano para que el ciclo de la vida continúe, aunque no sea a su favor.
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