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En Murcia, cuando en San Pedro, el pie derecho por delante, da su primer paso el estante nazareno, removida la tarde entre sones de burla, ya no hay vuelta atrás. No puede haberla. Solo la tormenta, crucen ustedes los dedos, podría impedir que un año más, otra tarde de aromas junto a la plaza de Las Flores, la ciudad entera estrene, pues en Domingo de Ramos siempre quien no estrena no tiene manos, su prenda más preciada: la primavera murciana que, como bien escrito está, es única en su originalidad y belleza.
Transcurre la mañana de la Domenica entre ramitas de olivo y palmas, algunas pequeñas, blancas, trenzadas e historiadas, que los chiquillos mueven como si fueran banderitas. Y transcurre entre improvisados almuerzos nazarenos, pues muchos acuden a San Pedro para admirar los pasos que inundarán, en la esperada tarde, de tradición y devoción la ciudad. Mañana de emoción contenida de José Ignacio Sánchez, presidente de la Esperanza y del Cabildo, murciano de raza y, sin duda por eso, nazareno de túnica de terciopelo verde esmeralda.
Porque la mañana vuela. En las parroquias, con las procesiones de las palmas. En las tabernas, en el siguiente e inevitable trasiego de gentes. En la ciudad, por esa luminosidad de cielo azul que se adivina más allá de las nubes amenazantes. Como en tantos años, parece que la ciudad del azahar que hace semanas nos embriagó, esta vez de forma definitiva, estrena primavera.
Por eso, hasta el mismísimo Señor, que en San Pedro es Cristo de la Esperanza con antigua cofradía del mismo nombre, sea acompañado de niños o sobre la célebre borrica, también estrena. Lo hace por todo lo alto, como las torres de la parroquia cuyas campanas al vuelo proclaman que la procesión ya recorre nuestra particular Jerusalén.
La antiquísima cofradía de los ciegos presenta un paso. Pero uno de verdad, de los que rezuman arte y gracia, fomentan la devoción y, puestos en la calle, resultan elegantes y nazarenos. En una palabra: murcianos. De esta forma, los hermanos Martínez Cava, Juan y Sebastián, también estrenan su tan merecida presencia (y esperada en nuestra Semana Santa hasta ayer) en una estación de penitencia.
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Lo llaman Cristo de las Almas. Y no pocas cautiva a su paso. Sayón brutal y burlón, como corresponde. Romano cuyo rostro recuerda al propio escultor Juan. De fondo, la marcha compuesta por Santiago Casanova. Así se adentra el trono, que elevan al cielo despejado diestros hombros nazarenos, en la penumbra del atardecer en la ciudad. Al verlo caminar por detrás, arrancando aplausos, recortadas sus tallas bajo la tenue luz de las farolas, meciéndose en ese caos de fuerzas tan bien medidas, nuestra forma de andar bajo varas y tarima, resulta evidente que este flamante Cristo de las Almas encaja en nuestra Semana Santa.
Con tanta naturalidad como tantos se encajan, entre pecho y espalda, sabrosas marineras al paso de la procesión. O toda suerte de exquisiteces de nuestra sin par gastronomía. O humeantes pastelicos de carne de Bonache, que apenas queda a dos pasos de esa parroquia de puerta estrecha por donde surge la bella María de Magdala al pie de otra mesa de manjares exquisitos.Los niños corretean divertidos de fila a fila, acaparando caramelos que luego, en apenas unas horas, olvidarán en cualquier sitio de sus hogares, para desesperación de las madres, quienes los han vestido de domingo grande, de fiesta de las de guardar.
Pasa la Esperanza de túnicas de terciopelo verde, de antiguos cofrades que heredaron la historia de una antigua cofradía que rebosa de nazarenía una de las tardes de procesiones grandes en esta ciudad. Basta para comprobarlo contemplar al Cristo titular cuando, pegando un esparteñazo de nazarenía en la plaza, vuelve a encontrarse con su Madre primero, y luego con los murcianos. Vence la Esperanza una previsión de lluvias que amenazaba con arruinar la ilusión contenida todo un año. Y lo hace con otra lección cofrade para la historia. Porque a partir de este año, si ya la atesoraba, aún más tiene alma, con mayúsculas y en su nuevo paso, el cortejo de San Pedro.
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