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Una sencilla exposición sobre la labor de las voluntarias de San Vicente de Paúl para facilitar la alimentación a niños de familias vulnerables entre 0 ... y 2 años, en los últimos veinticinco años, ha agigantado a mis ojos la figura de su fundadora, Sara Cabezas Braquehais, mi madre.
Un ama de casa, madre de siete hijos, viuda de marino, que dedicó buena parte de su vida a ayudar a los más necesitados; primero desde La Escuelita, donde la misma asociación, y concretamente el Grupo Casa del Niño, formaba y enseñaba a coser a mujeres que, desde barrios marginales, cruzaban Cartagena entera para aprender, y luego poniendo en marcha el proyecto de lactancia, también conocido como la Gota de Leche, para dar respuesta a la acuciante necesidad que muchas de ellas tenían para alimentar a sus recién nacidos.
Ese afán por ayudar, heredado de su madre, Marie Braquehais, la llevaba, entre otras muchas cosas, a llamar sin vergüenza alguna a múltiples puertas para la consecución de sus proyectos: desde el Ayuntamiento de Cartagena, donde siempre encontró el apoyo de Mari Soler y Antonio Calderón, concejales de Servicios Sociales, hasta grandes empresas como El Corte Inglés, o farmacias y pequeños comercios de Cartagena, a los que mi madre ganaba para la causa. Cualquier ayuda sumaba: desde la donación de muestrarios de tela que en la Escuelita transformaban en preciosas labores, a un trato preferente en la adquisición de alimentos, telas o pañales.
Además del voluntariado de gestión desarrollado durante más de treinta años en la Escuelita y, posteriormente, en el proyecto de lactancia, mi madre ejercía el voluntariado de la escucha, sirviendo de muro de desahogos y lamentaciones, que, cuando se traducían en necesidades perentorias, subsanaba con dinero de su propio bolsillo, de los nuestros, o con aportaciones de sus amistades más íntimas, a las que ablandaba previamente.
Recuerdo con divertimento la anécdota protagonizada por el nieto de una que llamaba a su casa de vez en cuando y pedía ayuda, que se solía materializar en una gran compra en el Mercadona de la plaza de España. En plena conversación telefónica sobre problemas y necesidades se oyó de fondo el grito del niño defendiendo una petición propia: «¡Sarica, carne!». Su tenacidad y sus dotes de estratega quedaron demostradas incluso cuando el cuerpo y la cabeza le empezaban a fallar, cuando ya muy mayor, con ochenta y muchos años, una de las mujeres le pidió unos colchones para sus nietos, a los que la humedad no daba tregua. Como prácticamente no salía, consiguió a golpe de teléfono que Cáritas le reservara dos, pero un malentendido hizo que no estuvieran disponibles cuando los interesados fueron a recogerlos. Ni corta ni perezosa, y sin avisar a ninguno de sus hijos, llamó a un conocido jardinero, se plantó en Cáritas a bordo de su furgoneta, consiguió los colchones y los llevó al domicilio en cuestión, sito en un barrio marginal de Cartagena. Al término de tan exitosa operación, el fornido jardinero no tuvo empacho en confesarle a la anciana voluntaria: «Doña Sara, he pasado miedo».
La exposición me ha mostrado, con apenas unas fotos y unos cuantos testimonios, la magnitud de su labor. Su proyecto de lactancia, continuado por sus compañeras de voluntariado de forma altruista y anónima, incluso durante la pandemia, ha cumplido veinticinco años, durante los cuales 2.500 niños entre 0 y 2 años pudieron disponer de la alimentación que necesitaban.
Ella, que se creía una mujer corriente, fue en realidad una persona fuera de lo común, cuyas iniciativas contribuyeron a mejorar la vida de decenas de familias y centenares de niños. Ya quisiera yo, al término de mis días, poder decir lo mismo.
Por eso, como cartagenera y como hija, te digo: «Gracias Sara. Gracias mamá».
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