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El imperialismo ha formado parte de la idiosincrasia rusa desde antiguo. No en vano, ya en el siglo XVIII, la emperatriz Catalina la Grande, tras ... conquistar casi tantos territorios como alcobas, proclamó ufana que «la mejor manera de defender las fronteras era expandiéndolas». Esta declaración de intenciones, profundamente perturbadora para los Estados limítrofes, respondía a la obsesión por la seguridad que siempre tuvieron los zares y al nacionalismo identitario que tantas muertes ha causado en las dos últimas centurias.
Partiendo de este vetusto planteamiento, el destino tenía guardado para Rusia un papel fundamental en la Gran Guerra, conformando la triple entente junto a Francia y Reino Unido. Dos décadas más tarde, también la erigió en intérprete relevante de la segunda conflagración mundial, siendo junto a Estados Unidos la protagonista de la guerra fría que se desencadenó después.
Sin embargo, con el declinar del siglo XX, la caída del muro de Berlín y el posterior desmoronamiento de la Unión Soviética hicieron que Francis Fukuyama sostuviese que había llegado el «fin de la historia», o lo que es lo mismo, que el aplastante e incontestable triunfo de Occidente daba paso a la irreversible implantación de las democracias liberales y a la consiguiente abdicación de todo régimen totalitario. Es más, para no avivar los rescoldos nacionalistas y expansionistas que quedasen, se estableció el sacrosanto respeto a la integridad territorial de las naciones, articulándose instituciones políticas y militares encargadas de velar por su cumplimiento.
Pero nada más lejos de la realidad. Como se ha evidenciado en los últimos tiempos, los anhelos imperialistas rusos han resurgido cual ave fénix, tensando las amarras que sostienen el tablero geopolítico de Europa.
Tanto es así que en 2014 anexionaron unilateralmente la península de Crimea, y el pasado 24 de febrero invadieron Ucrania alegando una falsa provocación y la farisea necesidad de proteger a los habitantes prorrusos del este del país. Pero en honor a la verdad, la acción militar emprendida ambiciona recuperar el área de influencia que tradicionalmente tuvo Rusia, persiguiendo además que Ucrania vea mermada su seguridad –al bloquear su posible ingreso en la OTAN– y que el autócrata Vladímir alimente su vanidad demostrándole a Occidente su incapacidad para, cuando menos, obstaculizar sus infames propósitos.
Los esfuerzos diplomáticos desplegados –con más o menos acierto e intensidad– de nada han servido, revelando que la decisión de ocupar el país vecino estaba tomada cualquiera que hubiese sido el mecanismo escogido para evitarla. Surge entonces el interrogante de qué hacer para terminar con la barbarie que está sembrando Ucrania de sangre, sudor y lágrimas. Y la respuesta no es fácil. Sea cual sea la decisión que se adopte, la misma puede acarrear gravísimas consecuencias: si como parece se opta por sanciones económicas, financieras o comerciales cabe un efecto búmeran perjudicial para muchos países de nuestro entorno, cuya dependencia de Rusia es muy importante en materia de hidrocarburos o energía; además, todo parece indicar que, previendo este escenario, el Kremlin se ha pertrechado de lo necesario para que las eventuales medidas sancionadoras no le afecten sustancialmente en el corto plazo. Por el contrario, si el alcance de los acontecimientos aconsejase el uso de la fuerza militar, se atisba una contienda de dimensiones y resultados desconocidos.
La única certeza es que el pueblo ucraniano necesita ayuda para no ser cautivo de la despiadada tiranía de Putin. Inexcusablemente, la alianza atlántica –con España incluida– ha de actuar con firmeza, determinación y coraje en auxilio de la soberanía de Ucrania. Si no lo hacemos, sí permitimos que por funesta añoranza del pasado Vladímir emule a los zares, volveremos a tiempos oscuros en los que solo nos quedará pedir que Dios guarde a la vieja Europa.
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