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En los tiempos gloriosos de Ciudadanos como partido, recuerdo que Albert Rivera tenía como costumbre ir a los pueblos del interior de Cataluña y el ... País Vasco a dar mítines. Ya saben ustedes que lo más moderado que uno puede encontrarse en el barrio abertzale de Rentería es al carnicero de Mondragón, y en Vic en el mejor escenario al sobrino simpático de Puigdemont. Pero por muy territorio comanche que fueran esos lugares, que lo eran, son tan España como Murcia y tan libres como Madrid.
Ir a un sitio a que cuestionen si tu madre ejercía la prostitución como actividad remunerada no suele ser el 'hobby' de nadie, pero a veces es una necesidad democrática de primer orden que solo se puede atribuir a los valientes. Al igual que la costumbre es fuente legítima del Derecho, en política la cesión de espacios es la construcción inapelable de relatos que pasan a convertirse en realidades. Si los constitucionalistas no se hubieran puesto de frente de los que mataban a gente como Gregorio Ordóñez, probablemente hoy Feijóo recibiría del orden de diez amenazas creíbles de muerte por hora. Si en Cataluña nadie hubiera sacado una bandera de España al atril del Parlament, los millones de constitucionalistas jamás habrían sabido que sí había esperanza. Si la oposición no hubiera denunciado los desmanes del aspirante a Rey que tenemos como presidente, probablemente el exilio hubiera sido mejor opción que soportar ya no semejante grado de destrucción institucional, que ya nos hemos acostumbrado, sino tal grado de narcisismo condensado en un ser humano, que es que por nadie pase hacerse cargo de tal grado de vanidad. Que nos humillen bien, pero al menos sin molestar.
Todo esto es una perogrullada porque ustedes, que son españoles y murcianos de bien, lo saben a la perfección. A las injusticias se las combate haciendo justicia, y la ley no es la única manera de invocarla. Tan mal hace el ejercicio de lo incorrecto como la connivencia de los que se niegan a denunciarlo. En resumen: que hay que estar a favor del bien, pero también denunciar el mal.
En ese contexto, hace unos días Isabel Díaz Ayuso fue premiada como alumna ilustre de la Universidad Complutense de Madrid. El motivo fue celebrar que era la primera estudiante de su facultad en haber llegado a ostentar la presidencia de la Comunidad. En Murcia uno solo puede ser de la UMU o de la UCAM, pero en la capital el abanico de opciones es tal que parece increíble que hasta ahora no hubiera presidido nadie de la 'Complu', pero es lo que hay. Total, que uno puede disertar sobre si hay que darle ese reconocimiento a los políticos o no, sobre si es populismo concederlo ya sea a Ayuso o a Pablo Iglesias, o incluso sobre si eso de alumno ilustre es una institución un tanto decimonónica que solo debería restringirse a los estudiantes con mejor expediente y a los premios Nobel del ramo. Lo que quieran, que opiniones hay para todos los gustos y el criterio es libre.
Lo que desde luego no debería serlo es que una persona tenga que entrar escoltada por más de cien policías a una universidad pública porque la turba de izquierdas está deseando agredirla físicamente simplemente porque no comulga ideológicamente con ninguno de los energúmenos que, literalmente, se agolpan a gritos pidiendo matarla. Pero lo que es más bochornoso de la cuestión aún ya no es que haya jóvenes imbéciles, que lo hemos sido todos porque con la edad se le indulta a uno la tontería y hay que aprovechar, sino que políticos con rango ministerial digan que Ayuso lleva la minifalda ideológica demasiado corta y por eso se le permite el linchamiento.
El grado de intolerancia social al que estamos llegando en muchos lugares e instituciones de España es mucho más peligroso que cualquiera de los horrores a los que nos somete a diario el Gobierno. Porque a Sánchez se le sustituye, pero la infiltración de su odio social contra el diferente va a ser casi imposible de revertir.
Y ante tal ignominia solo queda una solución: provocar a los matones y plantarle cara a los odiadores. En Rentería, en Vic, en la Complutense o en La Moncloa. El miedo, por fin, cambia de bando.
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