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La próxima semana aparece una de las fechas más señaladas en nuestros calendarios tanto personales como colectivos. Pasamos de días de compras incontroladas, últimas comidas con colegas, agendas que empiezan a quedar libres de compromisos, a la fiesta más representativa del mundo cristiano. Y, por ... extensión, del mundo mundial. La Navidad. Aunque parezca ocioso repetirlo, la Nochebuena rememora una noche muy especial: la del nacimiento de Jesús. ¿Y cómo la recordamos dos mil años después? Con langostinos, huevo hilado, mojama con almendras, rollitos de salmón rellenos de ensaladilla, pavo o besugo según parecer familiar, o las dos cosas, polvorones, mantecados, cordiales, mazapanes, cava... y una tableta de Almax por lo que pueda pasar. Que tenga noticia, los detalles alimenticios de esta conmemoración poco o nada tienen que ver con lo que fue. ¿Se imaginan que en Belén la familia de José y María, los dueños de la posada que no quisieron darles cobijo, los pastores, los curiosos que por allí pasaran, hasta los Reyes Magos, aunque llegaran una miajica tarde, hubieran podido saborear los manjares que ponemos en nuestras mesas? No me cuadra que el tío Cachirulo le pida la bota a uno de los pastores. Si así hubiera sido, la religión sería otra cosa.
Pero no nos metamos en distopías, que bastante tenemos en series y películas contemporáneas. Quedémonos en que la Navidad está ahí, a la vuelta de la esquina, con todo su andamiaje de celebraciones mayormente culinarias. Tampoco está mal que así sea, ya que, si nos pusiéramos serios, y esos días (e incluyo la más lúdica celebración de final de año) los dedicáramos a la reflexión, a pensar en qué nos ha pasado este último año, qué alegrías y qué penas hemos vivido, qué hubiéramos podido mejorar y de qué nos podemos sentir más satisfechos (si es que hay algo de lo que nos sintiéramos satisfechos), en una palabra: si sacáramos un serio balance de nuestras vidas en este período de tiempo, quizás otro gallo nos cantara.
El caso es que ha pasado otro año. La rueda de la fortuna no ha dejado de moverse. Los acontecimientos que creíamos más terribles o determinantes, el tiempo los va matizando con su consabido desgaste. Todo, a una velocidad de vértigo. Parece que fue ayer cuando empezó la guerra de Ucrania; parece que fue ayer cuando comenzaron a desaparecer de nuestros rostros unas mascarillas anti-Covid que habían sido compañeras de fatigas durante dos años; parece que fue ayer cuando Andalucía y Castilla y León adelantaron elecciones autonómicas; parece que fue ayer cuando Joan Manuel Serrat anunció que se despedía, eso sí, después de una larga gira; parece que fue ayer cuando a la selección española le pintó la cara un grupo de animosos japoneses y otro de animosos marroquíes... Ya todo es recuerdo. Recuerdo selectivo que mañana, pasado no más, es periódico tirado al contenedor, o preparado para envolver ese pescado que nos deleitará en la cocina. Memoria. Evocación.
Las cosas pasan con extraordinaria velocidad, tanta, que es imposible recordar cuanto queremos recordar. Sobre todo, los hechos más recientes y menos trascendentes. El humanista valenciano Juan Luis Vives decía que «es la memoria aquella facultad del alma por la cual se conserva en la mente lo que uno ha conocido mediante algún sentido externo o interno». Y apuntaba a que el diálogo era la mejor manera de fijar datos en el recuerdo. Quizás por eso a los españoles nos gusta tanto hablar. Aunque, mejor diría, discutir, a la vista de las innumerables broncas con que nos deleitan nuestras señorías desde sus escaños. Por cierto, también en política el tiempo juega importante papel. Lo que hoy es blanco mañana puede ser negro. También en ese terreno es recomendable un paso por las hemerotecas, que para algo sirven. Podríamos enumerar varios ejemplos: los esfuerzos de la parte dura del Poder Judicial para evitar su renovación aunque sea incumpliendo la Constitución; los inventos más o menos legales para calmar a los catalanes con palabras, no con tanques; las absurdas declaraciones que han surgido con la llegada del AVE a Murcia, después de veinte años de espera... Todas estas cuestiones, y otras más, el tiempo ayuda a solventarlas.
Pero tampoco nos vamos hoy a poner estupendos y amargarles este inicio de fiestas, sometiéndoles a terapias de las que dudo seriamente de su efectividad. No por mejores propósitos se es más feliz. Sí parece que puesto que todos somos un año mayores, que, por favor, se note en la sensatez que se nos presupone.
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