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La conmoción suscitada en nuestras vidas por el Covid ha zarandeado, con su onda expansiva, reductos que parecían intocables. Tal es el caso de la RAE (la Real Academia Española de la Lengua), enfrascados sus ilustres expertos en disputas acerca de cómo denominar, del modo más apropiado, tanto al virus como a la enfermedad que provoca. Las controversias giran respecto a si se debe escribir con mayúsculas o minúsculas, o cómo referirse a su género gramatical, que esta es otra peliaguda cuestión. Tras, al parecer, intensos debates han concluido, sin la deseable unanimidad –algo que no se ciñe en exclusiva a los responsables públicos– que a partir de ahora se escriba con mayúsculas. Y esto sucede cuando, como en el caso de no pocas siglas de uso común, casi se había generalizado su empleo escrito en minúsculas. Sin determinar por el momento el género, ni la pronunciación más adecuada. Hablaremos pues del COVID-19, con el guion antes de los dos dígitos.
Cabe suponer que habrán tenido presente para dictar esta norma una consideración esencial, diferenciando claramente entre el virus y la enfermedad que causa este, ya que suelen tener nombres diferentes. La clasificación y el nombre de los virus se establecen de acuerdo con su estructura genética. Y viene regulado por el Comité Internacional de Taxonomía de los Virus. Este organismo decidió denominar esta nueva entidad viral como SARS-Cov-2 (coronavirus 2, del síndrome respiratorio agudo grave). De la familia de los coronavirus, especies habituales en murciélagos y camellos, causantes recientes de alarmas concretas localizadas como el Síndrome Agudo Respiratorio y Grave en 2013 y la enfermedad del Oriente Medio.
Por otra parte, la manera de designar las enfermedades, un registro conocido como nosotaxia –del griego nosos (enfermedad) y taxis (ordenación)–, la establece la OMS. Emplea el criterio de establecer pautas homogéneas de codificación que tengan validez universal, y que permitan recoger y almacenar datos de todo tipo, susceptibles de ser analizados por cualquiera. Se dispone de esta forma de un lenguaje común que facilita la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades. Al tiempo que se descubría la naturaleza del virus, se llamó a la enfermedad que causaba como COVID-19 (acrónimo del inglés 'coronavirus disease'). Más complicado resultó ponerse de acuerdo sobre el género, por el que aún no se han decantado. Es un asunto polémico para los académicos de distintas lenguas romances, reticentes a masculinizarlo. Arguyen que, en las siglas y abreviaturas, el género se construye a partir del nombre que constituye el núcleo de la frase. En este caso cabría referirse en femenino por 'la enfermedad', puesto que es lo que designa la D mayúscula de la denominación en inglés.
Tradicionalmente, clasificar las enfermedades infecciosas ha supuesto un desafío. Al tratarse de entidades emergentes, que surgen sin cesar, es necesario catalogarlas. En el bien entendido de que seguirán presentándose porque, al decir de los virólogos, no será esta COVID la última de las nuevas infecciones. Cuando surgió a primeros de año, su apelativo no estuvo exento de sonadas polémicas, de cariz geopolítico, al señalarla por la zona geográfica en la que comenzó la pandemia. Fue, sin embargo, una práctica habitual hasta no hace tanto, cuando eran bautizadas al albur. En el caso de los virus, por la región en la que se asentaban, con nombres exóticos, como la fiebre de Lassa, el virus del valle del Nilo occidental, la fiebre del valle del Rift, el del río Ébola o la enfermedad de Crimea-Congo. También como homenaje al primer científico que las describía, o la especie animal considerada fuente originaria de la transmisión: cerdos, aves de corral, ratas o murciélagos.
La controversia nominal no es trivial, como se sabe desde Platón o Confucio hasta Umberto Eco. Nadie quiere ser señalado como fuente de infección. Recuérdese la enfermedad de las 'vacas locas', o la gripe porcina y su repercusión en el mercado ganadero. O el virus de la gripe A, descrito inicialmente en México, conocido como gripe mejicana y cambiando, por culpa de las protestas, a llamarse en pocos días, sucesivamente, gripe porcina, norteamericana, virus H1N1 o nueva gripe, hasta concluir en la actual A mayúscula. Como recurrente recuerdo queda el estigma de la desafortunada denominación de gripe española.
Las actuales reglas de consenso tratan de evitar agravios innecesarios. Soslayando cualquier referencia a colectivos, regiones, países, culturas, industrias, animales, alimentos, ocupaciones o términos susceptibles de infundir temor. Incluso destacados nombres propios. Como aconsejara, respecto al mundo vegetal, el genial Linneo al también ilustrado botánico español Celestino Mutis: «No hagas nombres genéricos con los de amigos u otras personas desprovistas de merecimientos botánicos, pues llegarán tiempos en los que desaparezcan de igual manera, como fácilmente preveo».
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