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Las agudas dotes de observación para captar el espíritu imperante de una época y reflejarla en sus creaciones es propio de artistas dotados de una sensibilidad genial. Como la que con privilegiada iluminación gozó Molière al dibujar los perfiles de la sociedad de su época ... en sus comedias. Hombre de teatro total, en todas sus facetas de autor, director, escenógrafo y actor hasta su muerte en escena. En un tono sarcástico, bienhumorado, con indisimulado propósito de corregir yerros, realzando las flaquezas de sus personajes hasta extremos ridículos, como acertado procedimiento de trasladar al público una pedagogía social indirecta. Este año se conmemora el 400 aniversario del nacimiento de un autor que realzó en sus obras teatrales los trazos de las debilidades de la naturaleza humana de sus contemporáneos. En arquetipos por encima de épocas, modas y costumbres, convertidos en referentes universales. En esta mirada sobre la sociedad de su tiempo, el siglo XVII francés, sus disecciones abarcaron a toda clase de sujetos puestos en la picota de su lúcida contemplación, en la que no dejó títere con cabeza, ya se tratara de avaros, amantes, demagogos, medradores sociales o clérigos.
Con una especial predilección por los médicos. Circunstancia sobre la que los expertos en su obra han especulado con largueza, atribuida en buena medida a la delicada salud del autor a lo largo de su vida, afectado por diversos procesos del aparato respiratorio. Unos médicos blancos preferente de sus invectivas, en obras como 'El médico a su pesar' o 'El médico a palos'. Y la más conocida, 'El enfermo imaginario'. En esta el protagonista del enredo es un sujeto que, en su paroxismo irracional, decide convertirse en médico para así poder tratar mejor los innumerables padecimientos que, según su peculiar apreciación, sufre sin cuento. Una cuestión que, salvando distancias temporales, no deja en cierta manera de pervivir en las consultas, en personas sujetas a ese exceso de la llamada con anglicismo afortunado como 'medicalización' de la vida contemporánea, al atribuir cualquier contingencia emocional a raíces de salud, resumida en un sonoro y resolutivo término castellano, la hipocondría.
Su crítica mordaz incidía sobre esos físicos que escondían su incompetencia con una verborrea vacía, trufada de citas latinas grandilocuentes, incomprensibles para el pueblo llano. Engolados y petulantes, adornados con vistosos trajes sobre llamativos carruajes y enjaezadas monturas. Con limitados recursos terapéuticos, reducidos como era de uso común a improductivas, repetidas y fastidiosas sangrías, purgantes y enemas. No hacían sin embargo más que aplicar los conocimientos del momento, basados en la teoría de los humores galénica, que atribuía toda suerte de padecimientos al desequilibrio de estos citados humores –bilis negra, amarilla flema y sangre– que se creía componían el cuerpo humano.
Por no señalar asimismo la comprensión de la terminología médica al uso, eventualidad que se arrastra con el tiempo y aun hoy resulta en exceso enigmática. Como sucede con los informes médicos trufados con la perversa manía de emplear un sinfín inacabable de siglas, de uso regular entre los profesionales, pero imposibles de descifrar por cualquier profano. Como es un problema frecuente discernir las informaciones que el médico relata al paciente sobre su padecimiento, en un problema de enjundia que tiene que ver en un amplio sentido con la alfabetización en salud. Contingencia esta que se definiría como el grado por el cual los individuos son capaces de obtener, procesar y entender información básica en salud en relación con todas aquellas cuestiones necesarias para tomar decisiones oportunas referentes a cada proceso de enfermar. Una situación habitual pero que afecta en especial a grupos que, por circunstancias como la marginación, edad provecta y sus limitaciones, como carecer de apoyo social o familiar, se muestran incapaces para interpretar correctamente y llevar a cabo las instrucciones para su tratamiento y cuidado. A estos colectivos se han sumado los inmigrantes, con dificultades idiomáticas añadidas a barreras estructurales religiosas y culturales que entorpecen su integración en el sistema de prestaciones sanitarias.
Esta noción de alfabetización es clave en la práctica médica, en la que la comunicación entre médico y enfermo se establece como la piedra angular de su relación terapéutica. Para decantarse por una u otra opción es imperativo entender sobre qué se decide. Desconocimiento sanitario etiquetado como epidemia silenciosa por su magnitud. Para remediarla es imperativo insistir en la educación en salud, como una prioridad formativa escolar, institucional y de los medios informativos. En su ayuda se han aportado iniciativas como vídeos, charlas, diseños atrevidos de los medicamentos o alegorías y símbolos gráficos con folletos en diversos idiomas. Es imperativo cuidar el lenguaje por el que nos relacionamos los humanos. La salud merece todo esfuerzo de comprensión.
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