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Todos, todas y todes tenemos alguna cantidad de hombre y de mujer dentro de nosotros. Esta fue la tesis (menos lo de «todes»), hace un siglo, del filósofo vienés Otto Weininger, antes de suicidarse a los veintitrés años. Mantenía el joven que no hay hombres ... ni mujeres puros, sino que estamos mezclados dentro de nosotros en proporción variada. Así, un tipo que es viril en digamos un noventa por ciento de sus cosas es bastante hombre y muy poco femenino, mientras que quien solo lo está en un cuarenta tira más bien a mujer y, tras las últimas investigaciones de la Universidad Estatal de Minnesota, no debería llevar vaqueros ajustados para que no le maten sus últimos espermatozoides.
Y eso lo escribió el filósofo en una época en que los hombres medios escupían tabaco y rajaban el pijama con sus erecciones mañaneras, no en un tiempo como el actual en que las nuevas levas de chicos describen volutas corintias con las manos y tienen voces de pájaro flauta como la del exjuez Garzón. Algunos han acusado de misógino y antisemita a Weininger, pero desde luego no parece que lo fuese más que la actual ministra comunista de la Ley Trans, que supongo debe de estar de acuerdo con la tesis de Weininger si lo hubiese leído, o si supiese leer, o si yo qué sé qué. Me intrigó siempre Weininger. Debo reconocer que mi proporción de hombre y de mujer, que desde luego no sabría fijar con exactitud, ha ido cambiando a lo largo de la vida.
Ha llegado a España el mundo nuevo en que podemos decir que somos en cada momento del sexo que nos sintamos, o del que nos interese sentirnos por dinero o poder o por Galapagar, valga la redundancia. De joven creo que mi proporción de mujer era mayor que la actual y desde luego mucho mayor que la que hubo en mi primera madurez. De veinteañero, dos o tres veces por la calle me gritaron maricón por mis costumbres refinadas y por gustarme el vino austrohúngaro de Tokaj. Era vampírico y desde luego virgen, pero no puedo decir que tuviese dudas sobre mis atracciones siquiera entonces. No fui un joven afeminado, pero todo el mundo me recomendaba la clerecía, sin que nadie advirtiese la bestia dentro de mí, anestesiada. De pronto, un día, mi variable viril creció espectacularmente y todos los gustos duros me empezaron a parecer demasiado blandos. Era yo, pero era otro. Insospechadamente, había un 'marine' dentro de mí. El filósofo Weininger e incluso la ministra Montero me hubiesen puesto como ejemplo. Ya no soy aquel empotrador rampante, por supuesto, hace tiempo que ya voy haciéndole adiós con la mano al paisaje en una cuesta abajo más apacible de lo esperado. Porque, en la decadencia, todos los hombres, en mayor o menor proporción, se convierten en viejas de ambos sexos.
Si la cosa para los hombres se pone aún peor, si el odio de género alcanza sus últimos objetivos civiles, reclamaré mi opción a sentirme una vieja de pleno derecho.
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