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En la novela 'Guerra y Paz' de Tolstói hay historias de amores y desamores. Pero también hay un pensamiento que está presente en muchas de sus otras obras y que impregna las reflexiones sobre la política desde el inicio de los tiempos. Hablando de cómo un solo hombre, Napoleón, cambió un periodo de Europa, Tolstói pone todo su énfasis en destacar que la historia no es responsabilidad de los líderes. Para él los grandes sucesos son el producto de los actos realizados por miles de personas que, egoístas o generosas, valientes o cobardes, con principios o sin ellos, dejan su impronta en todo lo que acontece.
Los griegos reflexionaban sobre la responsabilidad que los ciudadanos de una polis tenían en el logro del bien colectivo y la relación que se establecía entre los intereses particulares y los generales. Todos tenían un papel en los logros y fracasos de su comunidad. En los siglos posteriores se insistió en que solo unos pocos sabían lo que había que hacer para que las sociedades funcionasen y, además, estaban legitimados, por Dios, para decidir. Los escritos de Maquiavelo separarían la justificación de las acciones de los hombres de Dios y reforzarían la idea del líder como sujeto omnisapiente o, al menos, capaz de lograr, no importaba cómo, sus objetivos. La tensión entre líderes e individuos vulgares explicará la historia durante los últimos trescientos años. En la actualidad, menos del 50% de la población vive en países democráticos, e incluso algunos de los que forman parte de la Unión Europea son considerados, en 2020, por organizaciones internacionales como el Freedom House, como democracias en declive.
Todas las estructuras que crean las personas son, como la propia vida, frágiles y precisan de cuidados y atención para su supervivencia. En las democracias, teóricamente, los políticos están al servicio de los ciudadanos y están en su puesto mientras que la población quiera. Pareciera que todo el poder está en manos de los individuos. Pero es solo una ficción. El poder sigue en manos de El Príncipe, de la élite. Y en la inmensa mayoría de las ocasiones tenemos una élite cuyo objetivo esencial es permanecer en sus sillones y realizan un escaso esfuerzo por mantener la calidad de la democracia.
Desde que dio comienzo la pandemia, hemos asistido al comportamiento de millones de individuos que han transcendido sus días preocupándose de los demás y realizando sus actividades con rigor y responsabilidad. Esta empatía, este compromiso de la ciudadanía, se ha acompañado de un comportamiento de la clase política, cuando menos, egoísta. Todos, sin excepción, han buscado ampliar su base de poder aunque eso implicase demonizar al adversario. Recientes estudios en Estados Unidos han mostrado como los ciudadanos no se han movido de sus posiciones ideológicas pero, sin embargo, consideran que los de los otros partidos no son dignos de confianza, ni de negociación, ni de acuerdo. Cada vez más las democracias se están convirtiendo en escenarios donde lo habitual es la confrontación más despiadada y en las que las posibilidades de acordar con el competidor, que no adversario, son rechazadas. Sin duda esto es responsabilidad de la élite política ya que una de sus funciones más importantes, en los regímenes democráticos, es 'educar' a la ciudadanía en valores, en que la diferencia de opiniones no implica el desprecio y el maltrato del oponente, en lo positivo de llegar a acuerdos por el bien común.
Hace unos años, en una conversación con Alfredo Pérez Rubalcaba, de política por supuesto, comentaba su preocupación por la pérdida de rigor y de profundidad en el debate político. «Cada vez son menos importantes las subordinadas», dijo. Tenía razón. Y estos días, en los que estábamos de luto oficial, no dejaba de recordarlo cuando el vicepresidente hablaba de golpes de estado o se dirigía a la portavoz del PP con desprecio una y otra vez usando su título nobiliario, que no es que me guste mucho eso de la nobleza. Pero las formas son muy relevantes. También me parecía despreciable como esta señora recordaba las opciones políticas, legítimas, del padre del vicepresidente. Por no hablar de esos que establecen quiénes son españoles, como si solo hubiese una sola forma de serlo. Me faltan palabras para expresar la pena, el enfado, la frustración, la rabia que estos comportamientos de los que nos representan, como gobierno o como oposición, afectan negativamente a las instituciones democráticas. Y cómo nos tratan a los ciudadanos de este país, los únicos que se han comportado con dignidad en los últimos meses.
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