Por una vacunación obligatoria
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¿En estos tiempos que corren, con todo lo que la sociedad ha sufrido y sufre, es ético que alguien que se niega a vacunarse pueda ocupar un cargo público?Hay 140.000 murcianos que no se quieren vacunar. Si sumamos a este nutrido grupo de irreductibles a los menores de 12 años, la Región ... de Murcia –y, por extensión, el conjunto de España– tiene imposible alcanzar el objetivo del 90% de la población vacunada. Con la variante Delta como cepa predominante, la tan ansiada inmunidad de grupo requiere que la práctica totalidad de la población se inyecte cualquiera de los preparados aprobados por las autoridades sanitarias. Y con 140.000 antivacunas en nuestra Región, este extremo va a resultar imposible. Por pequeño que sea el margen que nos separe de la tan ansiada meta, si la cifra mágica del 90% no se consigue, las autoridades políticas y sanitarias no van a lograr un retorno a la normalidad –en el sentido absoluto del término, sin 'peros' ni medias tintas–. Y es aquí donde surge el debate y la clave de una situación demencial que amenaza con eternizarse en el tiempo: las comunidades autónomas –y, sobre todo, la de Murcia– han demostrado una inquebrantable determinación a la hora de limitar las libertades individuales de los ciudadanos. Se ha llegado, de hecho, a tal extremo que una medida tan excepcional como el toque de queda parece haberse quedado como un recurso fácil ante cualquier eventualidad. Sin embargo, cuando se trata de obligar a los negacionistas a que se vacunen, entonces comienzan a deslizarse argumentos finos sobre la libertad y los límites del intervencionismo del Estado. Miles de negocios han echado la persiana; el sector del ocio está cerrado desde hace un año y medio; la cultura se desenvuelve entre el medio gas y la muerte por inanición; el turismo está filtrado por decenas de normativas que lo tornan más en una tortura que en una experiencia placentera... En estos casos, la intervención de las autoridades políticas y sanitarias no se cuestiona. Pero, cuando se trata de obligar a una minoría de conspiranoicos a que se vacunen para garantizar un grado de inmunidad suficiente, la libertad es sagrada y los cuerpos inviolables y soberanos.
Cualquier conclusión que se pretenda extraer de este panorama solo puede conducir a la indignación. Un 90% de la población quiere ser libre, ganarse la vida honradamente con sus negocios, disfrutar de la vida... Y un 10% del tejido social, atrincherado en paranoias y bulos que hacen sangrar al sentido común, impide que esto suceda. El propio presidente de la Croem, José María Albarracín, declaró el pasado jueves que ya no era el momento de rescates y de ayudas, sino de un regreso a la normalidad de todas las actividades productivas. Este razonamiento –el cual comparto hasta en las comas– se topa, sin embargo, con el talante 'prohibicionista' de unas autoridades que no van a permitir dicho retorno a la normalidad hasta alcanzar algo muy parecido al 'riesgo cero'. Y, en el contexto en el que nos encontramos, este nuevo y enfermizo ideal social del 'riesgo cero' no se logrará sin que las referidas tasas de vacunación se hayan alcanzado. La economía y la salud mental de millones de ciudadanos se encuentran prisioneras de una minoría negacionista que, con su comportamiento cavernario, está atentando diariamente contra los intereses de la mayoría social.
Y la interrogante que de inmediato se abre es: ¿de verdad podemos encajar dentro de la idea de libertad la actitud insumisa y destructiva de los antivacunas? Sinceramente, más que libertad, lo que se advierte en la mentalidad conspiranoica es delincuencia. Negarse a inyectarse una vacuna que permite salvar vidas y superar una pandemia causante de tantos tipos de sufrimiento es hacer el mal por el mal. Y lo peor es que ese mal no se queda en el propio sujeto que lo comete, sino que afecta al conjunto de la sociedad. Hemos retorcido las leyes para limitar libertades fundamentales y, de esta manera, impedir una masacre mayor en términos de vidas y de ruina económica. Pero, paradójica y demencialmente, no somos capaces de obligar al reducto de iluminados negacionistas a que se inyecte la vacuna. Como afirmó hace unas semanas Antón Losada, no existe el derecho a no vacunarse. Y añado yo: en una situación como la actual –con tan elevado coste en vidas y en dramas económicos–, no vacunarse debería ser un delito.
Pero, claro está, partiendo del hecho de que la consejera de Educación y Cultura del Gobierno de la Región de Murcia es una declarada antivacunas, ¿qué se puede esperar? ¿Qué credibilidad puede tener la estrategia de recaptación de los 140.000 murcianos que no se han querido vacunar cuando un miembro del Consejo de Gobierno espolea la insumisión ante el proceso de vacunación? Es más: ¿en estos tiempos que corren, con todo lo que la sociedad ha sufrido y sufre, con negocios cerrados por decreto de las autoridades, es ético que alguien que se niega a vacunarse pueda ocupar un cargo público? ¿Estamos locos? Francia –que tiene una tradición democrática mucho más dilatada que la de España, y que es el país de la libertad, la igualdad y la fraternidad– no ha dudado en obligar a vacunarse a todos los sanitarios bajo la amenaza de suspensión de empleo y sueldo. Algo es algo. Pero en España, en donde todavía concebimos la libertad desde parámetros estéticos y acomplejados, los antivacunas son respetados desde la asunción de que la suya es una opción democrática como otra cualquiera.
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