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El itinerario del periodista Juan Redondo, que el otro día llegó a su final, ha seguido una trayectoria en ocasiones extrañamente paralela con la mía propia. Cuando era alguien y cuando ya no era nadie, coincidiendo en el espacio, tiempo y en los mismos medios ... de comunicación, o su falta.
Hasta escribimos una sección bicéfala, 'el lápiz rojo/el lápiz azul'. No puedo concebir alguien más distinto: donde él era todo simpatía y llaneza en mí era todo antipatía y complicación. Nuestro primer encuentro no fue simpático. «Si éste sigue escribiendo en política yo me voy a deportes», avisó al director del periódico. No llegó la sangre a deportes. En nuestra primera conversación, él hecho ya un tío con toda la barba y yo una larva, fuimos francos. Le estaba reventando la información, dijo, porque de cualquiera que escribiese en política lo que quería es venir al periódico a pegarme. Por ejemplo, el esposo de la entonces presidenta de la Región María Antonia Martínez, quien luego me demostró ser toda una señora. «Le doy dos hostias y luego, tranquilamente, hablamos». Eso era cuando las cosas se solucionaban de verdad. Una vez que intercambiamos algunas cervezas sobre nuestros respectivos cometidos («rubia, la negra me sabe a regaliz»), Juan me llevó a rastras a la sede del PP a encerrarme con quien luego mandaría durante mil legislaturas, un tal Ramón Luis Valcárcel. Quien también me quiso dar dos o mejor cuatro guascas a cobro revertido, «de hombre a hombre», un día que llamó desde Águilas. De mí decía Juan a sus amigos sindicalistas duros que era «fachilla y tal», pero que aún no iba a dar un golpe de estado. En Cartagena, Juan Redondo, sobre periodista, fue Defensor del Pueblo. Cuando había huelga general se metía con los piquetes en algún bar con cerradura no silicionada, bajando la persiana de hierro. Si no había cerveza aquello no era huelga sino anarquía. Juan fue siempre socialista de los antiguos, de orden. Y de las pocas personas de izquierdas que llevó vida de izquierdas, distanciado hasta de lo materialmente necesario, como el escritor George Orwell en sus inicios. Fue un superdotado (ganó siendo niño el concurso de la tele 'cesta y puntos', bajo el franquismo) y un asceta, como hecho de madera seca de su Castilla profunda. Tuvo altos puestos de responsabilidad y tuvo nada. Su faz inalterable, sonrisa un poco desdentada, solo brillaba de lágrimas, pero sin dejarlas caer, cuando se acordaba de alguna ausencia. No creía en el más allá, así que se tomaba una cerveza en compañía como Cristo bebió en la última cena, como si quedasen pocos minutos hasta que se presentase el destino conocido. Modesto, no creía ni en funerales: ordenó que no quería exequias. A la muerte es a lo único que no quiso darle conversación.
No se quejó, no lloriqueó. Nunca supo de la vida práctica, como yo mismo. Tenía muchos amigos de los que no desaparecen cuando vienen mal dadas, a los que no les rogó. A la vida no pidió clemencia. El viejo hidalgo que no fue por cuna se enfundaba en un viejo jersey grueso para pasear y se espolvoreaba del bigote las migajas de lo que tal vez no había comido.
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