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Vivir casi tocando el cielo en el último piso de los nueve era un regalo: tan solo unos pocos escalones hacia arriba me separaban de ... la casa de Maruja y sus cremosas croquetas de jamón que muchas frías noches de invierno devoré junto a la chimenea, esa que, aunque tiraba más mal que bien y que alguna que otra vez nos ahumaba el salón y las gargantas, era la envidia del resto de mortales que habitaba el edificio del centro de la ciudad donde viví feliz parte de mi infancia. Tantas veces me senté a leer y beber té moruno al calor de los troncos de olivo; también a jugar interminables partidas de backgammon con mi padre.
«Hija, busca el mantel de flores azules que compramos en Portugal», me pidió la otra tarde mi madre. Y al abrir el enorme y antiguo armario de palosanto y doble hoja que ocupa una de las paredes de su comedor encontré el viejo backgammon. Click derecha, clik izquierda y abro el maletín de ante marrón y esquinas de cuero oscuro rematadas con pequeñas puntadas blancas: los cuatro dados están, también las treinta fichas pero no recuerdo cómo colocarlas sobre el tablero de veinticuatro estrechos triángulos de colores alternantes y agrupados en cuatro cuadrantes. ¡San Google, ayúdame, por lo que más valga! Paso media tarde consultando tutoriales y cuando por fin recuerdo cómo jugar, me atrevo a retar a mi padre.
Nos sentamos frente a frente en la mesa de mármol de vetas doradas y robustas patas de madera que acompaña a mi familia de casa en casa. Desde que me fuera a estudiar a Madrid con dieciocho años es la primera vez que le pido enfrentarnos de nuevo a este juego que inventaron en Mesopotamia hace miles de años. Lanzamos uno de los dados: comienzo yo la partida, he obtenido el valor más elevado, pero es mi padre el primero que consigue sacar todas las fichas del tablero y gana: sabe concentrarse, es paciente, tiene una memoria de elefante que le hace recordar cada movimiento y de estrategia sabe un rato. Otra partida, vuelve a ganarme y así hasta el final de la tarde que vuela entre recuerdos, risas y jugadas. Chimenea no hay, fuera todo arde a más de cuarenta grados, pero las ganas de estar juntos son las mismas que cuando papá tenía más pelo, su barba no era blanca y yo todavía andaba por la vida vestida de colegiala.
Dediquen más tiempo a sus mayores: visítenlos, coman a su lado, vayan al cine, a un concierto, al teatro, paseen con ellos, conversen, viajen... Y, por qué no, jueguen una partida de backgammon: la vejez es más llevadera si nos sentimos queridos y acompañados.
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