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De las elecciones gallegas de las que les supongo hasta el mismísimo gorro y más allá tras agotadores días de tertulias y análisis, tan solo ... una reflexión: si de perder la Xunta, Feijóo se lo tendría que haber mirado, igual le toca hacerlo ahora a Sánchez. Dicho esto, a otra cosa mariposa que esta columna solo tiene 450 palabras y sería de gilipollas malgastarlas cuando hace días vengo pidiendo pista a una historia que a lo mejor les entretiene más que el batacazo del PSOE en tierras de meigas o los vergonzosos 304 votos que ha conseguido en Fene, su pueblo natal, la vicepresidenta Yolanda.
Una puerta de perfil de madera oscura y cristal de culo de vaso separaba el recibidor de la cocina del noveno piso de la que llevo días acordándome. Cierro los ojos y a la derecha, las cuatro enormes cristaleras que daban al patio de vecinos y a las que me asomaba muchas tardes para hablar a gritos con la del quinto que iba a mi misma clase: «Martaaaaaaaa, ¿has terminado los deberes de inglés? ¿Y los de matemáticasssss?». A la izquierda, la mesa pegada a la pared de azulejos azules y blancos en la que, puntuales, nos sentábamos a la hora de la cena mis tres hermanos y yo con los platos y vasos color ámbar de «la vajilla que resiste. Es limpia, segura, prácticamente irrompible. No le afecta el paso brusco del frío al calor ni esos inevitables golpes... Es de confianza», decía una publicidad de esos años que he recuperado en internet porque la legendaria marca en la que media España se ha zampado un sabroso potaje, tras quebrar en pandemia y dejar de producir el año pasado, ha regresado y hasta ofrecen el color rosa en su nueva gama. ¡Sí!, ¡Duralex! Han acertado: la marca nacida en Francia en los 40 tras aplicar a la fabricación de vajillas la técnica del vidrio templado. A España llegó en los 70, antes quien podía se echaba un viaje a Andorra y de paso se mercaba una bata de boatiné y/o guatiné, también cremas para la cara.
De nuestra vajilla familiar Duralex ya no queda nada, pero la madre de mi amiga Ciuquina guarda casi entera la suya en la casa de campo a los pies de La Sagra y quien encuentra por ahí un vaso, un plato, una bandeja o una taza de café o grande lo lleva de regalo. Y así entre todos mantenemos en pie esta reliquia de sencillo diseño a caballo entre la loza y la 'vajilla' de plástico que hasta lugar de honor tiene en el MoMa de Nueva York y con la que más de uno nos hemos criado.
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