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38º06.717'N. 0º28.160'W. Estas son mis coordenadas. A babor, la isla de Tabarca que, de tan bajita, hay que pasar bien cerca ... para divisarla. Abrazándome, el mar, hoy como un plato. Nuestro rumbo: el puerto de Denia, a muchas millas y horas por delante. Vamos a motor, no hay viento para llevar las velas izadas. A bordo, Jesús y yo; flotando, gaviotas y cormoranes que alzan el vuelo cuando los alcanzamos.
Dice el diccionario que un lugar es una porción del espacio real o imaginada en la que se sitúa algo. ¿Y un 'no-lugar'?, me pregunto sentada en la proa, recordando esos espacios circunstanciales de transitoriedad casi exclusivamente definidos por el pasar de individuos que ni personalizan ni aportan a la identidad absolutamente nada, como los definió a principios de los noventa el antropólogo francés, fallecido la semana pasada, Marc Augé. Un 'no-lugar' es una autopista, el metro, la habitación de un hotel, el aeropuerto, una estación de autobús, el supermercado... Espacios anónimos e intercambiables en los que las personas no pasan de ser meros usuarios. ¿Y las oficinas?, caigo en cuenta mientras a escasos metros de nuestro barco diviso un banco de atunes que, de tanto salto, ha puesto a hervir el Mediterráneo y pienso en esos cubículos y mesas separadas donde trabajábamos como autómatas hace treinta años y las oficinas de hoy convertidas en agradables espacios donde apetece quedarse.
Frente a los 'no-lugares' vacíos de significado emocional e identitario se imponen nuestros hogares y es entonces cuando a la altura de Altea y a pocas millas de tomar el Cabo de la Nao recuerdo la pequeña casa en la que vivo en Cabo de Palos, las máscaras que traje de Colombia, los libros, los cuadros, mis plantas; también la foto en blanco y negro que mi abuelo Adrián Luis me tomó a bordo de un diminuto barco y que guardo al lado de la cama. Porque el mar para mí es lugar con todas las letras y la fuerza de la palabra en el que «cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a él tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala», como escribió Herman Melville en su 'Moby Dick' que metí en la mochila para que en esta travesía me acompañara.
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