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De madera desgastada y oscura. Dividido en cuarenta y dos casillas. Una por apartamento. El 10 B era el de mi familia. ¿Hay carta?, le ... preguntaba a diario a Juanjo, el portero que custodiaba en verano el casillero vecinal con mano firme. Los sobres ribeteados con rayas rojas y azules y sellos de otros países eran los que más ilusión me hacían. 'Per via aerea' llegaban los de Paolo, al que conocí un verano de juventud y estudio en Birmingham. El guapo milanés de elegantes fulares y rubios rizos desapareció sin despedirse y yo pensé que moría de amor. Pero aquí sigo.
Cuatro años fueron novios y, sin faltar ni un solo día, las cartas de mis padres viajaron entre Valencia, Madrid y Murcia. Cada vez que se lo cuento a mi sobrina Victoria se ríe a carcajadas y me dice: «Tía Toya, eso solo pasa en las películas». No sé a ustedes pero a mí hace siglos que nadie me escribe, bueno, miento, solo el banco, los del seguro médico y el Ayuntamiento para cobrar multas. Tremenda pérdida la de la carta y qué bien lo relató Joan Margarit: «Lo que hemos perdido con las cartas es el tiempo entre una y otra. El tiempo asimilándola, releyéndola, hasta que nos sentábamos para responderla, el tiempo de llegada de nuestra respuesta, el de su asimilación por parte de otra persona».
En esta sociedad líquida descrita por el filósofo polaco Zygmunt Bauman, en la que se han desvanecido las instituciones sólidas que marcaban nuestra realidad y donde todo lo que tenemos es cambiante y caduco, reivindico la carta como objeto consistente que se palpa, se toca y se siente como algo único. «Amado, ámame de manera diferente, más que los otros. No te enojes conmigo: has de acostumbrarte a mí, a como soy», escribió Marina Tsvietáieva a Rilke cuando se enteró de que había fallecido. Un 'te quiero' no debe esperar jamás de los jamases; escriban a mano el suyo antes de que sea tarde y, si no saben cómo hacer ni qué decir, no encarguen en internet una cursi carta de amor con impresión de papel de oro y pidan consejo a las voluntarias del Club de Julieta en Verona que desde 1937 contestan de forma personalizada y cuidada letra de caligrafía las miles y miles de misivas que reciben. Y para despedirme, un hurra para esa minoría de apasionados aferrados al romanticismo de lo escrito y ese profesor que en este mundo cada vez más digital y efímero se ha vuelto viral en redes sociales por enseñar a escribir una carta de amor a sus alumnos. En las mías el corazón se me desparramaba por la punta del bolígrafo.
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