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Cuando se anuncia una reforma rompedora universitaria y se intenta contentar a todos, lo único que consigues es ser tibio y esta opción es el peor camino cuando se pretenden afrontar cambios reales. Si prefieren la cita bíblica: «Pues eres tibio, ni frío o caliente, ... te expulso de mi boca». Y eso es lo que pasa con el proyecto de ley universitaria que ha presentado el ministro Castells.
Lo peor de la propuesta, en suma, es que puede quedar en bastante o en la nada absoluta, dependiendo demasiado de voluntades interesadas, en tanto en cuanto la ley deja demasiados elementos en el aire y delega múltiples decisiones en las Comunidades autónomas. Y ya sabemos de la querencia de regionalistas y nacionalistas a crear barreras (como las lingüísticas), que terminan minando el espíritu universitario, o de lo voluble de otros gobiernos autonómicos a la hora de afrontar las presiones de determinados 'lobbies'. Aunque, todo hay que decirlo, el borrador sí tiene sus aspectos positivos.
Sin embargo, es un error gravísimo perder la oportunidad de hacer una reforma de calado de la institución en un momento en el que el sistema universitario se la juega: tras una década de recortes a la contratación y promoción universitaria, las plantillas han envejecido tremendamente (la media de edad de los catedráticos está prácticamente en los 60), sin relevo inmediato local, y las deudas lastran las finanzas de no pocas universidades. Si les vale el símil futbolístico, no tenemos cantera, ni presupuesto, ni tenemos un sistema para asegurar que tendremos a los mejores gestores (rectores) y futbolistas (profesores); ni siquiera a los forofos más aguerridos (alumnos).
Empecemos con lo primero: la cuestión de la gobernanza. Sobre esta importante cuestión la ley no se atreve con una propuesta valiente que acabe con el actual corporativismo en la elección al rector. Se lava las manos y deja a voluntad de las universidades el seguir con el sistema actual, donde ningún candidato se atreve a decir: «Haré grande nuestra universidad, pero os haré trabajar como nadie», u optar por un sistema de elección por currículum de candidatos, más o menos a la anglosajona. Es decir, con la presentación de un proyecto a seis años vista para gestionar a mejor la institución. Les adelanto que la mayoría de las universidades optarán por seguir como hasta ahora, en un ejercicio falso de democracia interna que ayuda poco a introducir reformas internas valientes.
Por otra parte, la ley no asegura el control social sobre la institución ni una efectiva rendición de cuentas. Los Consejos Sociales, que fueron concebidos como organismo de supervisión y nexo de unión con la sociedad, a la que debe servir la universidad, pasan a ser auténticos floreros, al permitir la ley que los parlamentos regionales nombren íntegramente a sus miembros. De esta manera, los Consejos pasarán a ser un apéndice más de los parlamentos regionales, clonando la representación política ¿Cómo pretendemos que los partidos ayuden a la universidad cuando hay consejeros de Universidades que no atesoran ni un título? ¿Cómo transformar una institución que no se ha vivido o cuando no se conoce el esfuerzo de aprobar una carrera o se ha plagiado una tesis?
La ley habla mucho de equidad, pero tampoco se alcanzará hasta que no se consiga una movilidad real de alumnos y profesores. A los primeros no se les seleccionará con justicia hasta que no haya una Ebau (selectividad si prefieren) única para todos y en todo el país. Tampoco se asegura la mejor selección de profesorado y la atracción del talento de fuera. Felizmente, se recuperan parcialmente los tribunales por sorteo, pero no se exige el más mínimo criterio de calidad a los miembros; de manera que puede darse la paradoja de que los candidatos sean mucho mejores que los examinadores. Se mantienen, por otra parte, procedimientos de promoción interna que fomentarán la endogamia.
La ley, en cambio, insiste ampulosa y extensamente en el establecimiento de unidades de igualdad. Como si mágicamente pudiera alcanzarse por el hecho de tenerlas o por llenar el texto de supuesto lenguaje inclusivo. Lo que sería deseable es que siempre pudieran acceder a los puestos los mejores, independientemente de su género. También me inquieta que no se deje clara la jerarquía de la Aneca sobre las agencias regionales de evaluación. Este organismo, pese a sus defectos, ha conseguido que haya criterios objetivos para promocionar en la carrera académica con visos de calidad, aunque ha permitido algunas convalidaciones y títulos que abren las carnes cuando uno ve los curricula en ciertos concursos. Por consiguiente, cabe mantenerla y reforzarla y que no se creen atajos regionales.
Pero, sobre todo, me parece preocupante que la ley promete, pero no asegura, una financiación suficiente para mantener y subir la calidad. Si el Gobierno hubiera querido hacer una reforma universitaria de altura, lo que tendría que haber hecho es anunciar un programa de financiación a la medida en paralelo, que asegurara este fin. De otra manera será imposible. La clave me la dio en su día Andreu Mas-Colell: «Es esencial mantener la calidad en las universidades públicas, porque al rebajarla perderemos el mejor ascensor social, la familias con medios optarán solo por las privadas y las públicas quedarán postradas...». Una auténtica debacle social.
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