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Estrené mi mayoría de edad votando en las primeras elecciones democráticas y un año más tarde avalando con un rotundo 'sí' la Constitución Española, en ... el referéndum celebrado el 6 de diciembre de 1978.
Sonaban en nuestras cabezas canciones como 'Libertad sin ira' y aprendíamos a saborear palabras como diálogo o consenso, preñadas de esperanza, de autenticidad y de sentido.
A pesar de que fueron tiempos inciertos, convulsionados por acciones terroristas de uno y otro signo, había una ilusión colectiva y un afán que permitió alumbrar un régimen democrático desde las cenizas de una dictadura.
No fue casualidad que la primera ley aprobada por las primeras Cortes democráticas fuera la Ley de Amnistía (octubre de 1977), un año antes incluso que la Constitución. Partidos de muy distinta ideología, algunos con líderes que habían participado activamente en la Guerra Civil, fueron capaces de sacarla adelante como piedra angular de una necesaria y deseada reconciliación nacional. Lo hicieron en y desde el Parlamento, sede de la soberanía nacional, como representantes legítimos de los ciudadanos, y en respuesta a los anhelos de la práctica totalidad de la sociedad española.
Cuarenta y seis años después, la situación es bien distinta. El espíritu de reconciliación ha sido sustituido por una polarización que ha fragmentado a la sociedad en posturas irreconciliables. No hay proyecto colectivo alguno capaz de concitar el respaldo unánime de un Parlamento con fuerzas políticas antagónicas, y el afán desmedido de los partidos por alcanzar o permanecer en el poder ha erosionado principios democráticos básicos y rebajado los estándares de calidad democrática de nuestro país.
El último episodio de esa degradación lo estamos viviendo estos días. Un presidente de Gobierno, que en pleno mandato ya nos sorprendió concediendo indultos y anulando los delitos de sedición y malversación para contentar a sus socios de gobierno, propone ahora, tras perder las elecciones y estando en funciones, ceder de nuevo al chantaje, promoviendo una amnistía que borrará de un plumazo todos los delitos y tropelías cometidos por los independentistas catalanes, incluidas acciones calificadas de terroristas por la Audiencia Nacional, con el único propósito de asegurarse la investidura.
No hay interés general, ni ilusión colectiva que avale esta propuesta, por más que se adorne con frases hechas sobre el interés de España y la restauración de la convivencia. No ha habido tampoco diálogo previo con las fuerzas políticas más representativas del país, ni consultas a las principales asociaciones judiciales sobre las consecuencias jurídicas de esta medida, que ha supuesto un auténtico balón de oxígeno para las fuerzas independentistas que, con los cerca de ochocientos sesenta mil votos que obtuvieron en las pasadas elecciones generales, van a condicionar la España deseada por los otros veinticuatro millones de electores.
A diferencia de la Ley de Amnistía de 1977, esta medida, tomada a la desesperada, persigue sin pudor alguno un interés meramente particular: comprar momentáneamente el apoyo necesario para mantener el poder; un parche que, a pesar de su enorme gravedad y trascendencia, no va a resolver el problema catalán, porque sus demandantes ya han anunciado que no se van a contentar con este paso, y que seguirán peleando por la independencia.
El miedo a Vox, el lobo tantas veces anunciado, ha eliminado cualquier pensamiento crítico hacia esta iniciativa que debería escandalizar a propios y extraños. Cualquier medida se justifica con tal de impedir que la derecha llegue al poder, aunque implique negociar de tú a tú y hacer concesiones éticamente inasumibles a los representantes de una derecha supremacista, que no cree ni en España, ni en la igualdad de los españoles, ni en la propia Constitución.
El silencio de la militancia socialista contrasta en esta ocasión con el ruido protagonizado hace unos años, cuando inundaron las redes sociales de acusaciones e insultos hacia los tránsfugas de Ciudadanos que impidieron con su voto el triunfo de la moción de censura contra Fernando López Miras, un juego de niños comparado con lo que está sucediendo.
Todo está permitido para una sociedad anestesiada y fragmentada, que actúa por pulsiones y se alimenta de consignas, sin plantearse que, cuando la política prescinde de los principios y de las normas, se convierte en un mercado persa en el que todo es posible, incluida una futura amnistía a los asesinos de ETA.
Pero... dicen... el miedo a Vox lo justifica todo. ¡Que viene el lobo! gritan. Y el lobo, desgraciadamente, ya está aquí.
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