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Las variaciones esporádicas del estado de ánimo, sucediéndose en el transcurso de la vida, rara vez quiebran de manera intensa o persistente el equilibrio emocional. Salvo sucesos extremos. En condiciones normales suele haber una estabilidad afectiva, salpicada con episodios alegres y felices, alternantes con otros desafortunados e infelices. Para superar estos últimos baches anímicos, se asumen los efectos de todo duelo, hasta sobreponerse a la adversidad. Puede haber incluso un acomodo a las situaciones penosas, en la conocida como resiliencia, hasta recobrar la acostumbrada armonía. Es obvia una regularidad difícil de recuperar en accidentes de envergadura, cuando contratiempos inesperados y fortuitos truncan bruscamente el acontecer cotidiano. Semejantes reveses del azar obligan a adaptarse a nuevas situaciones y nos fuerzan a tener que adoptar formas diferentes de conducta. Tanto en las propias actitudes como respecto de quienes nos rodean. Sucede esto en el caso de una enfermedad grave, tras la muerte de familiares o amigos cercanos, y por accidentes traumáticos importantes. Contingencias son, en suma, que desestabilizan el contexto habitual, tensionando la moderación del espíritu hasta trastornarla.

Es lo que ha sucedido con la irrupción del hecho, excepcional en nuestras vidas, de la pandemia por la Covid-19. Ella ha sido responsable de una descomunal fractura en las perspectivas vitales, individuales y colectivas. La crisis ha obligado a adecuarse a situaciones desconocidas en muchas facetas. Ha propiciado un largo periodo de inactividad y aislamiento, sin los referentes acostumbrados, como serían la privación de contactos familiares y prohibiciones hasta ahora excepcionales. Todo ello ha supuesto una fuente indudable de ansiedad, unido a la percepción generalizada de carecer de claves para orientarse. Todos demandamos certezas y certidumbres a las que aferrarse, en un escenario de una extraordinaria y voluble variabilidad. Con ansiedad y miedo ante lo desconocido, frente a la perspectiva incluso de sufrir riesgo vital cierto, con el resultado de muerte. Tampoco han contribuido a mitigar esa preocupación las dudas y vacilaciones de los expertos, por culpa de la impresión que generaban de carecer de referencias sólidas. Y con decisiones mudables en días, incluso en horas, en función de la versátil evolución de la pandemia. Todo lo cual, en un escenario cargado de interrogantes, ha causado no poca perplejidad.

Estamos inmersos en tratar de recuperar la normalidad perdida. Con incertidumbre ante lo inseguro del porvenir, a sabiendas del cambio sustancial operado en la forma de vida que veníamos siguiendo hasta ahora. Había un anhelado regreso a usos y costumbres desarbolados, sin remisión, por esa minúscula partícula viral que ha arramblado con vidas, haciendas y modos de relacionarse. La manera con la que se ha afrontado la reclusión forzosa ha sido desigual. Negándose muchos a reconocer la magnitud del problema, con alardes temerarios e infravalorando su importancia. O el extremo opuesto, exagerando la reclusión con una clausura extrema, que aun hoy sorprende, en consonancia con el término afortunado del síndrome de la cabaña.

Las especiales condiciones de la pandemia pueden haber supuesto incluso una oportunidad de cambio hacia mejor

Temerosos de afrontar la realidad exterior, las personas con factores de riesgo han dilatado, con sobrados motivos, los límites del confinamiento. La verdad es que semejante encierro ha generado episodios de ansiedad en la mayoría de personas. Quizás haya tenido su reflejo en algunos episodios de agresividad, fruto de la crispación. Sería ese el modo de descargar la tensión acumulada con actitudes claramente defensivas, cuando se considera al otro, al desconocido, como fuente potencial de riesgo, proliferando las situaciones de conflictividad e irritabilidad por nimiedades.

Según los diferentes mensajes de autoayuda que han proliferado para tratar de superar el desánimo –como sucede en todo conflicto vital–, las especiales condiciones de la pandemia pueden haber supuesto incluso una oportunidad de cambio hacia mejor. Ello ha permitido hacer un alto en el camino y, con sosiego, meditar sobre nuestra condición. Es como una forma de terapia esta reflexión interior sobre nuestro yo. La experiencia vital traumática ha dado ocasión de aflorar el precepto socrático del 'conócete a ti mismo'. Es una raíz para conocer nuestras limitaciones y el potencial que atesoramos, fundamentos desde los que concebir las perspectivas vitales. Y una crisis que, puede incluso desencadenar un fenómeno admirable de aguda percepción, conocido en la consideración aristotélica como 'anagnórisis'. Se trataría de un momento clave, preludio de acontecimientos que se desencadenaban, irremisibles, hasta el estallido final. Como ese recurso teatral utilizado por los dramaturgos en la tragedia griega, preámbulo afortunado de una solución beneficiosa para los sujetos implicados. Conocedores de nuestra identidad, a la presumible zozobra originada por tan descomunal conflicto, cabe oponer, para superar condiciones adversas, la conciencia de la confianza en las propias convicciones. De la energía para encarar situaciones y retos desacostumbrados, con esa lucidez que deparan las tensiones desmedidas.

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