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Se frotan las manos de placer los modernos gurús imaginando para todos un futuro en el que la productividad esté subordinada a la entelequia del ... teletrabajo. Y nosotros, como ovejas alienadas, les seguimos la corriente sin darnos cuenta del inmenso patrimonio humano que perderemos si esta propuesta de los dueños de la economía global se lleva a cabo.
Los profetas del advenimiento incontestable, único y necesario del trabajo a distancia tratan de convencernos de esta supuesta verdad con la intención de sumarnos al ejército de obnubilados por lo digital. Con anterioridad, han querido sustituir ciertas funciones humanas de compañía, amor y necesidad de información por un robot femenino llamado 'Siri' que responde a nuestras preguntas, pero ha resultado un rotundo fracaso, una vez agotada su novedad de juguete y comprobada su incapacidad para dar respuesta a preguntas auténticas y no de pacotilla. Como hace años resultó ser un fiasco para el protagonista aquella 'novia digital' de la película 'Her', interpretada por un genial Joaquin Phoenix que se enamoraba perdidamente de su robotizada asistente.
Encerrados en casa con el solo juguete del ordenador y sus adláteres los móviles (o quizá sea al revés), nos convertiremos en dóciles peones de un sistema que intenta apagar los últimos rescoldos de una vida normal, acorde con la Naturaleza, para someternos al imperativo de las máquinas. El teletrabajo y las telecomunicaciones son necesarios en múltiples facetas de lo laboral, e idóneos en determinadas circunstancias y para algunas personas (yo mismo he enviado este artículo a la Redacción de LA VERDAD no por paloma mensajera sino por 'email'). Pueden incluso convertirse en una posibilidad de lucha contra la España despoblada y vacía al permitir el trabajo desde pueblos recoletos y el regreso a ellos de quienes abominan de las grandes ciudades y buscan una vida de perfiles tradicionales.
Pero el teletrabajo, salvo en los casos citados, acabará, si logra imponerse de modo total, con modos de vida y relación a los que estamos habituados, convirtiéndonos en eremitas para los que el único lazo con el entorno social serán los hilos electromagnéticos de las máquinas y el ciberespacio. Esta nueva modalidad productiva convertirá los hogares, hasta ahora sabiamente separados de las faenas laborales, en oficinas de trabajo. Al jefe y los compañeros los veremos distantes e inauténticos en las pantallas, perdiendo la cercanía tan necesaria para el buen funcionamiento de las relaciones humanas e incluso de los negocios. Ya no podremos debatir frente a frente sino ante el altar de un aparato de videoconferencias. Perderemos la saludable costumbre del café mañanero en compañía y las banales conversaciones sobre política o sobre el equipo de fútbol de nuestros amores, con lo que miles de pequeños negocios tendrán que cerrar. Amarrados al duro banco de la mesa de trabajo y vigilados por el ojo omnipresente de todo ordenador, tendremos mezcladas en ella las entrañables fotos personales con los documentos oficinescos. Acabaremos por no saber separar nuestra familia de los negocios.
Al evitar desplazarnos al trabajo, dejaremos de contemplar cómo cambia nuestra ciudad, el paisaje humano que la habita y que hormiguea por calles y avenidas, olvidaremos el color del alba y los ocasos que veíamos al acudir a nuestras ocupaciones. Se acentuará la brecha social entre quienes trabajan en casa y quienes ejercen las duras labores menestrales, las artesanías, la pesca, los oficios, la agricultura, el cuidado de enfermos... Se creará una aislada élite de 'privilegiados', quizá neuróticos, sin contacto con otras capas sociales.
Puesta en duda por bastantes profesores y alumnos, la teleenseñanza, un mal necesario durante la pandemia, se ha revelado un fracaso monumental como método para el futuro, pues ha estado presidida por el caos, el aburrimiento, la falta de medios, la picardía estudiantil de poner cara de palo frente al lejano profesor, mientras se jugaba al póker digital o se contemplaba una película.
No me extenderé sobre las neurosis originadas por la soledad y el aislamiento, por la pérdida de las habilidades sociales del trato cara a cara, por la angustia de no distinguir cuándo empieza y acaba la jornada laboral y cuándo somos libres para ocuparnos de nuestros propios asuntos. El ojo insomne de la pantalla nunca duerme ni descansa, no tiene horas de apertura y cierre, ni días festivos, ni puentes, ni vacaciones, pues, convertido en oficina portátil, puede viajar con nosotros, cercenando nuestros espacios de libertad.
Perderemos, en fin, el hábito de vestirnos y acicalarnos por propia satisfacción y por respeto a los demás. Imaginémonos en pijama y zapatillas, sin afeitar, frente al teclado y la pantalla –¿para qué?, ¿para quién?– si no tenemos que agradar a nadie, si da igual hablar con el jefe en calzoncillos que con frac sobre una inversión, sobre la última mercancía camino del mercado, o sobre una inversión o un pleito...
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