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En estas fechas de fin de curso me he topado con varios conocidos que me han hablado de las excelencias de sus hijos estudiantes. En ... todos los casos se trataba de jóvenes que habían obtenido notas sobresalientes. No di mayor importancia al asunto suponiendo que la casualidad me había hecho encontrarme con todos los casos más destacados.
Sin embargo, al poco he caído del guindo al leer en este periódico que una tercera parte de los estudiantes de Bachillerato han terminado sus estudios con notas superiores a 9, lo que antes llamábamos sobresaliente. O se trata de una acumulación de talento extraordinaria en esta generación o la manga ancha ha sido tan grande que han cabido en el sobresaliente hasta los aprobados pelados. Quizás esto les parezca un asunto menor y meramente anecdótico, sobre todo en un contexto de precios desquiciados, calores abrasadores y guerras medievales. Puede que tengan razón, pero para mí ha sido una de las peores noticias que he leído en los últimos tiempos. Y no por ser algo inesperado, dada la deriva que padece la educación en todos los niveles, sino por lo que representa de retroceso para las aspiraciones de los estudiantes más brillantes de las familias con menos recursos, los que antes eran los pobres.
La educación universal como herramienta básica de promoción social y de igualdad de oportunidades es algo relativamente reciente en la historia. Desde sus orígenes, hace poco más de siglo y medio, ha servido, como nada anteriormente, para reducir las desigualdades y mejorar el nivel de vida. Los Estados comenzaron a encargarse de escolarizar de manera obligatoria y gratuita. De esta manera se produjeron nuevas generaciones de personas mejor formadas para acceder a un mercado laboral incipiente propulsado por la revolución industrial. El interés inicial era, por supuesto, servir a los industriales y mejorar las competitividades nacionales, pero el efecto colateral beneficioso fue que se desarrolló un método de selección y promoción de los jóvenes que demostraban mayores capacidades. Por vez primera, había un mecanismo, una especie de escalera, que permitía a una parte sobresalir por su talento y sus méritos para mejorar. Aquellos que destacaban con brillantes resultados en la escuela tenían en algunas ocasiones, por supuesto no siempre, la oportunidad de mejorar la situación de sus padres. El método ha funcionado, ha servido para fomentar la competencia y generar ilusiones en millones de personas. Se puede argumentar que estos mecanismos de tipo meritocrático no son perfectos, que dejan a gentes por el camino y producen injusticias. Pero la alternativa es más incierta si supone el fin del ascensor social. Por razones que merecerían otro artículo, en las últimas décadas se han producido ataques constantes a este sistema. Van desde abundantes opiniones en contra, a menudo curiosamente provenientes de insignes hijos de papá, que nunca han necesitado hacer méritos, hasta la paulatina degradación de la escuela pública.
En una clase normal, solo unos pocos alumnos destacan enormemente en casi todas las materias. Son los muy listos. Normalmente no necesitan estudiar en los primeros niveles y su facilidad de comprensión se nota inmediatamente. Estos, casi sin esfuerzo, sacarán todos los sobresalientes. Hay otro grupo más numeroso de estudiantes buenos que, dependiendo de la suerte, la ayuda que tengan y el trabajo que realicen, podrán acercarse a esas notas sobresalientes. En total, nunca eran más de un 5% los que sobresalían notoriamente del resto. Además, este pequeño grupo servía de referencia al del montón para esforzarse más.
Cuando se estira el número de excelentes, los muy buenos que más necesitan destacar quedan enmascarados. Si todos son sobresalientes, implícitamente se lanza el mensaje de que todos son mediocres. ¿Quién gana con esta tendencia? Sin duda una parte de padres que se sienten satisfechos con estos resultados y que no se preocupan en ahondar en la realidad. No todos, por supuesto. Una madre me comentaba hace unos días que ella mentalmente descontaba varios puntos a las notas de sus hijos. Si eran aprobados, ya intuía que hubiera sido un suspenso y el sobresaliente se reducía a uno de aquellos bienes. Los maestros más desinteresados también encuentran en esta práctica una clara ventaja. Nadie se queja si las notas son altas y el esfuerzo requerido mínimo.
¿Los perdedores? Los jóvenes a los que se les impide sobresalir que se quedan sin oportunidades y toda la sociedad que renuncia a una parte del talento que bien podría ser el que resolviera problemas futuros. Como un ejemplo, va bien recordar el origen de los principales descubridores de las vacunas de la Covid.
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