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Los sermones se vinculan, de manera inmediata, a las homilías que imparten los sacerdotes después de la lectura del Evangelio en las misas. Aunque los seglares te puedan soltar un sermón en un momento dado, se suelen relacionar con la Iglesia. Yo hace tiempo que ... no los escucho, salvo en alguna boda o entierro. Los templos dejaron de motivarme. Por eso, sospecho que hoy me voy a meter en un jardín. Pero el tema me motiva.
Los sermones, en principio, sirven para evaluar el talante no sé si decir culto de los curas; culto o, sencillamente, humano. Existe una importante tradición en nuestro país, de sacerdotes que hacían verdaderas demostraciones de ingenio con sus disertaciones, ante entusiastas feligreses. Las páginas de la historia de la literatura, sí, de la literatura, tienen capítulos enteros sobre lo que estuvo a punto de ser un género. Sobre todo, en el siglo XVII, ir a oír a determinados predicadores producía una expectación similar, si no mayor, a la de ir a los corrales de comedia. Un sermón era, de alguna manera, un monólogo que se dirigía a un público de escaso nivel intelectual. Se daban en púlpitos que se elevaban sobre los oyentes, como pasa en los escenarios, con un tamaño que se corresponde con el único actor que intervenía. ¡Lo que daría por oír a Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón (todos curas), dando un sermón! Hubo muchos grandes oradores, con efectos dramáticos tan espectaculares como empezar diciendo: ¡No creo en Dios...!, frase que, tras una pausa teatral, completaba con un: dicen los ateos.
Estamos hablando de una época en la que practicar el cristianismo era lo normal en los países de mayor entidad política; países en los que el poder se basaba, precisamente, en el apoyo de la iglesia. El disidente Lutero usó la disertación para explicar los motivos de su separación de la Iglesia de Roma. Los sermones eran armas cargadas de crítica, como demostró el famoso Savonarola que, a pesar de su protección de los Médicis, censuraba los males de la riqueza. Los Dominicos fue la orden monacal que más y mejor practicaba el sermón. Hasta que llegó Francisco de Asís, cuya comunidad arrebató el cetro de la oralidad, apoyada como estaba en la experiencia de la pobreza.
Si hoy traigo a colación este tema es por esa estadística publicada este mismo año, que dice que la población española alcanza ya casi un cuarenta por ciento los que no solo no van a misa, sino que dicen no creer en Dios. Un tercio más que hace apenas veinte años. Y muchos no van a misa, no vamos, no por creer o no creer, sencillamente, porque no interesa lo que se dice. Seguramente las causas sean muy variadas: pecados de la modernidad. Pero la devaluación del sermón qué duda cabe que influye en el notable descenso de feligreses. Solo hay que preguntar para saber qué se oye en los púlpitos actuales. No hace mucho iba alguna vez a escuchar sermones de franciscanos que unían a la concisión de sus argumentos, lúcidas propuestas sociales. Todo eso se ha acabado. Los sermones de hoy, me aseguran quienes los oyen semana tras semana, rozan el mitin político, desoyendo el punto de partida del cristianismo, que relaciona la injusticia social con alertas sobre una pobreza que hoy día asola miles y miles de familias. Por eso me confiesan que, no pocas veces, dudan en salirse de la iglesia cuando escuchan lo que escuchan.
El otro día sí que asistí, pero de pasada, a un sermón. Pasé casualmente por una parroquia cerca de mi casa. El cura había salido a la puerta de la iglesia y, en un alarde de modernidad, daba una especie de homilía al aire libre a niños y mayores. Recuerdo que decía algo así como que lo más importante era ganar el cielo. «A vosotros os gusta el fútbol y siempre queréis ganar, ¿no? Pues el buen cristiano lo que tiene que ganar es el cielo». Este sermón no era de derechas, ni tampoco para niños. Era para personas de una exigencia mental cero.
No digo que los malos sermones sean la única explicación del descenso de la práctica religiosa, pero estoy seguro que influir, influye. Dice un personaje de 'Las galas del difunto', de Valle-Inclán, repasando la cuenta que le lleva el sacristán de los oficios dispensados a su marido difunto, que «con estos precios ahuyentáis la fe». Por extensión diría que estos sermones ahuyentan la fe.
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