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Nuestra imagen del mundo se forja por las impresiones captadas a través de los sentidos corporales. Visiones, sonidos, olores, sabores y el tacto componen en apretado muestrario las experiencias. Junto al archivo de recuerdos atesorados en la memoria, constituyen ese fuero íntimo que es el reducto de nuestra privacidad. Algo propio, determinante de cada peculiar individualidad. Es un territorio acotado de la conciencia en el que establecemos constantes soliloquios, dialogando con nosotros mismos, generando sin descanso pensamientos y creando ideas, sin mayores pretensiones, en un plácido deambular por las musarañas mentales. O diseñando de manera reflexiva estrategias para afrontar las contingencias cotidianas. Tan privado y reservado recinto exclusivo, resulta desconocido, resguardado de la curiosidad ajena. Salvo que queramos hacer partícipes a otros de lo que sentimos y pensamos, mediante el don sublime de la palabra. Oral o escrita. Abierto el grifo y lanzado al exterior el mensaje, cada receptor lo interpretará de acuerdo a su peculiar concepción del mundo. Sujeto a interpretaciones, como toda expresión que lleva una carga implícita de significados.
De ahí que surjan tanto acuerdos como discrepancias. Los ejemplos abundan, como lo atestiguan tantas justificaciones interesadas, cuando a los mismos términos se les dota de diferente significado, según convenga a los postulados de cada cual. Es esta una preocupación que se remonta a los albores del pensamiento occidental, en la perenne búsqueda de la filosofía de la verdad. Para ponernos de acuerdo, la premisa esencial residiría en que aquello que se nombra se ajuste, con fidelidad, a la esencia de lo nombrado, despojándolo así de interpretaciones equívocas o interesadas.
Ocurre que las palabras, por otra parte, en modo alguno son inocentes. Dicho sea en el bien entendido de que determinados términos suscitan, además, reacciones distintas sin relación aparente con el sentido original que se les dio al formularlos. Algo de esto tendría relación quizás con lo que filólogos y lingüistas conocen como 'voces de creación expresiva', para referirse a aquellas locuciones o términos cuyo significado, una vez analizado por el receptor, trasciende a lo que se supone que designan.
En el archivo mental señalado, la experiencia obtenida mediante el aprendizaje crea arquetipos comunes, universales. El mismo es fruto de lecturas, estudio, relaciones humanas, películas y tantos otros medios, situándonos ante la propia perspectiva de la humanidad. En muchos vocablos utilizados por la medicina, sucede que la mera formulación supera su significado concreto, específico y actual por esa idea mental preestablecida en nuestra memoria. Ocurre así al nombrar algunas enfermedades predominantes en determinados momentos, con un adorno extra condicionado por lo que suponemos el escenario social de la época en que fueron prevalentes. Y con el peligro de analizarlas desde la perspectiva actual con una visión distorsionada. Sugieren, por asociación de ideas que, desgajadas de ese entorno en el que las suponemos incardinadas, después, con el progreso médico, queda en su justa medida el sambenito social que las mediatiza.
Diríamos que son reliquias, por fortuna superadas, de un pasado olvidado. Sería el caso, entre tantos, de la lepra, cuya sola mención nos traslada con la imaginación, puede que febril, hasta entornos bíblicos. Es una palabra que de inmediato asociamos -desde ese poso de acervo cultural- a visiones de marginados con espeluznantes mutilaciones y deformidades corporales, confinados en remotas leproserías apartadas de la gente. O como la peste, infección determinante del contexto social de finales de la Edad Media. A partir de las juveniles jornadas de cuentacuentos de 'El Decamerón' o 'Diario del año de la peste', la fantasía rescata de entre los pliegues de la memoria la magistral película 'El séptimo sello', de Bergman. Nos trasladamos así a lúgubres, brumosos y desolados escenarios centroeuropeos, en los que la muerte omnipresente ocupa sitial preferente en el vivir cotidiano. O cuando se menciona la palabra tuberculosis, rememorando pálidas y macilentas jovencitas, presas de exaltados delirios de amor sublime, ornado por la fiebre, en románticos y recargados salones decimonónicos. Cuando no un escenario de postal alpina, con sanatorios cercados por bosques y nieve, divagando sobre cuestiones trascendentales con la parca acechante, mientras se respira el aire puro de las alturas. Es una enfermedad hoy controlada mediante tratamientos sumamente eficaces, desprovista de tan perversas connotaciones. Más cercana en el tiempo, paradigma de un periodo histórico en el que se vieron implicados no pocos planteamientos sobre modos, costumbres y usos sociales, sería la epidemia del sida.
Quizás esa agrupación de ideas rememoradas sea la que ha agitado conciencias, ante el eco suscitado por los recientes casos de sarna en nuestra Comunidad. Se ha evocado el paradigma de hambruna y desolación de la aciaga posguerra. Es una infección sumamente molesta, fácilmente contagiosa, pero, como los sabañones o los chinches, remembranzas de un tiempo sombrío, hoy felizmente superada.
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