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No hay pausa ni tregua. Las polémicas se suceden sin solución de continuidad, magnificadas por el descomunal altavoz de las redes sociales. Andamos ya un tanto saturados, tratando de serenar el ánimo por tantos bandazos, dimes y diretes acerca de distintas alternativas durante la pandemia, ... con cada decisión sujeta a polémica desde el inicio. Cuestiones que se han ido engalanando con diatribas variopintas, fruto de un enrarecido ambiente social por motivos ociosos de repetir. Con cierta ingenuidad creíamos que había asuntos incuestionables, de consenso generalizado, en los que prevalecerían la unanimidad y el acuerdo. Pero tampoco. Cada idea o iniciativa propuesta tiene su réplica inmediata, casi airada, por quienes siempre encuentran un pero que oponer, con su correspondiente dosis de intransigencia y buscándole a los gatos pies de los que carecen. En no pocas instancias, el rechazo se sostiene aplicando criterios sociales y morales de hoy, con olvido de que el desarrollo alcanzado por la humanidad es deudor de logros debidos al pasado, con sus luces y penumbras. Como con modestia señalaba Isaac Newton, al sostener el escaso mérito de su teoría, afirmando que él simplemente se había encaramado sobre hombros de gigantes. De aquellos que edificaron los muros sobre los que se sostiene el entramado de la sociedad del momento.
Desafortunadamente, nadie se ve libre de este a veces exagerado afán de revisionismo histórico. Siempre salen a relucir argumentos para poner en tela de juicio obras de singular maestría, en una siempre imposible y compleja función de deslindar entre la persona y su obra. Ya sea en el terreno de las artes, lo más común, como en el pensamiento o incluso la ciencia. En el claro supuesto de que es por completo rechazable que, para alcanzar esas metas, se hubiera perpetrado cualquier atentado contra la dignidad humana. Es un antiguo debate el del autor y su obra. Es como una pretensión de hacer tabla rasa e igualar por abajo a todo el mundo. Como el reciente caso de Santiago Ramón y Cajal, figura señera de la medicina española. De modo que, por bautizar un aeropuerto en un recóndito rincón peninsular, de rebote ve su fama relegada, así como postergado su merecido reconocimiento colectivo, en un afán absurdo igualitario, sobre cuestiones que en nada atañen a la inmensa grandeza de su legado. Parece que, en un rasgo de momentánea lucidez, se ha reparado tamaña desconsideración, pero por ahí van las cosas. Ante un pionero de talla universal por sus hallazgos sobre las neuronas, las células que componen el cerebro. Alguien que, en un desolador paisaje de incuria científica, logró brillar con una descomunal luz propia por la que sigue siendo aún hoy reconocido como un coloso de la neurología mundial.
Su afán creativo se extendió a los más variados ámbitos de la cultura. Son méritos que sin discusión le valieron para ocupar la presidencia de la decisiva Junta de Ampliación de Estudios, derivada de la Institución Libre de Enseñanza. Una entidad que contribuyó a forjar una pléyade de intelectuales, artistas y científicos de enorme valía para el desarrollo del país, brillando en la edad de oro de la Segunda República. En su persona confluyeron inquietudes variopintas como la pintura, la fotografía, el ajedrez o la literatura, cultivadas con encomiable virtuosismo. Sin desdeñar un decidido compromiso cívico, implicándose sin cortapisas, con desbordante energía, para movilizar las conciencias en dirección a la ineludible necesidad de regeneración de una España sin rumbo, tras el desastre de la guerra de Cuba. Como señala Azorín, en las ideas de Cajal sobre el pueblo español van implícitas esperanzas sobre el porvenir de la especie humana. El amor a un determinado espacio y a una cierta agrupación de gentes se hermana con una fe profunda, en un mañana de conciliación y de progreso moral extensible a la humanidad.
En las actuales tendencias pedagógicas soplan vientos en la dirección contraria a la preconizada por esos regeneradores de una España atrasada e inculta, cuando desde posiciones denunciadas por tantos expertos se señalan las amenazas sobre la enseñanza actual. Se tiende, en una deriva uniformadora de la que se desconoce su finalidad, a primar la indolencia y la desgana, fuentes inagotables de ignorancia e inanidad, con clamoroso olvido del pasado. Estas actitudes pueden hacer real esa ironía digna de las mejores páginas de la Antología del Disparate, sobre respuestas sorprendentes y absurdas en los exámenes de bachillerato. Interrogado un alumno a la salida del examen acerca de cómo le había resultado, puede que no dude en responder: «Sobre Santiago Ramón lo he clavado, pero, la verdad, del otro, de Cajal, no tenía la más remota idea». Por nadie pase.
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