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Fue un 'shock'. El 6 de febrero de 1930, 'ABC' de Sevilla publicaba «Juan de Mesa, autor de la imagen de Jesús del Gran Poder». El investigador Heliodoro Sancho Corbacho presentaba la escritura otorgada ante un escribano público de Sevilla (Bernabé de Baeza) entre el escultor Juan de Mesa y los entonces oficiales de la antigua cofradía del Traspaso, fechada el 1 de octubre de 1620. Es decir, hace cuatro siglos y dos meses.
Hay que conocer Sevilla para entender qué significa que semejante icono pase de ser Martínez Montañés al entonces poco conocido Juan de Mesa, su discípulo. El impacto fue tremendo, allí al primero lo llaman 'El dios de la madera' y el segundo no pasaba de ser un discípulo desaparecido demasiado pronto, en 1627. Había algo de decepción en aquel hallazgo que no se podía contestar, ya que estaban los documentos. A partir de ahí España descubrió al enorme imaginero que fue Mesa, un cordobés que expresó un sentimiento tenso y poderoso de la pasión en sus imágenes, muy distinto a su maestro, a Alonso Cano y a Pedro de Mena, la trinidad de la madera andaluza que pasó a ser cuarteto.
De lo que voy a hablar hoy no tiene un impacto emocional semejante, ya que en la escultura en madera policromada española hay dos factores: la fe y el arte, y no termina de estar claro cuál es el que prima, ya que las tallas se crearon para lo primero gracias a lo segundo. Tampoco Murcia es Sevilla, pero se ha producido un suceso trascendental que va a cambiar nuestra historia del arte como el hallazgo de Sancho Corbacho cambió la de Andalucía.
Desde 2016 se celebra en Crevillente el congreso internacional Estudios de Escultura en Europa, del que surge un libro referencial. Se han convertido en tomos en los que los mejores investigadores firman sus trabajos. En 2017 Juan Antonio Fernández Labaña, restaurador de la CARM y especialista en escultura barroca, publicó 'San Francisco de Borja. Una obra de Nicolás Salzillo'. Hay que estar familiarizado con nuestra escultura para entender el impacto de esta declaración, solo equiparable a la del Gran Poder. Este San Francisco es el que articula, como una bisagra, lo que conocíamos de nuestra escultura. Intentaré explicarme.
A lo largo del siglo pasado se asentó la idea de que Francisco Salzillo era un genio nacido casi de la nada, ya que aquí solo había tres escultores, el estrasburgués Nicolás de Bussy, un místico casi gótico del que no había mucho claro; Antoine Duparc, un marsellés que dejó solo unas pocas obras correctas, y Nicolás Salzillo, que era tan malo que la Cofradía de Jesús habría vendido su paso de La Cena para encargar el actual a su hijo Francisco. En esta lectura había una clave, y es que Bussy tenía al menos dos obras maestras reconocidas: el formidable Cristo de la Sangre y el San Francisco de Borja. Esta última nunca se hubiese atribuido a Nicolás Salzillo, que no pasaba de ser un mal imitador hasta que, en su artículo citado, Fernández Labaña lo hizo de forma impecable.
El análisis de la pieza es tan riguroso que marca las diferencias entre dos enormes escultores, uno que ya sabíamos, Bussi, y otro que nos descubre: Nicolás Salzillo. Cuestiones como el uso de minio directamente, algo propio de Bussy y que Salzillo mezclaba con albayalde, el análisis formal (tallado de cabellos, presencia del músculo coracobraquial en crucificados, taladro en el tímpano) y la relectura de las atribuciones remata un artículo soberbio que deja dos conclusiones: el San Francisco no es de Bussy y hay que replantear lo que sabemos de la escultura barroca en Murcia.
Nuestro conocimiento se basa en factores apriorísticos: Francisco es un genio natural, sin grandes influencias, Bussy es bueno pero se perdió mucho, Nicolás es un imitador y Duparc una influencia secundaria. Empezando por el final, hace poco, en una charla, asigné automáticamente una inmaculada de Francisco a Duparc. Al corregir me di cuenta de hasta qué punto el francés influye en una suave expresividad que se va alejando del vínculo existente entre Bussy y Nicolás, sobre los que se construye el primer Francisco Salzillo. Por otra parte, si Nicolás realizó el San Francisco, como ha quedado demostrado (el Archivo Regional ya lo cataloga así), no era malo, todo lo contrario; era un gran maestro que no hemos sabido entender. Bussy está fuera de duda, fue un escultor místico, genial y extremista que trajo un sentimiento nórdico que nos deja estupefactos cuando encaramos el Cristo de la Sangre.
Francisco es el genial fruto, y casi previsible, de un contexto marcado por tres grandes maestros, por lo tanto hay que volver a estudiar la escultura murciana y revisar las atribuciones desde un método científico que se ha querido evitar. He leído casi todo lo surgido del ámbito académico y dudo que, en esos miles de folios, figure la palabra 'estratigrafía' que es por la que debería pasar cualquier atribución.
Todo esto es una gran noticia. Tenemos que volver a estudiar tanto a Nicolás como a Duparc y a Bussy, pero también al primer Francisco, para confirmar o refutar atribuciones que dependían solo de la opinión de académicos que, con demasiada frecuencia, no contaban con los recursos técnicos del restaurador. Hay terreno para nuevos historiadores que emprendan la correcta lectura de cuatro grandes maestros de la escultura, no de un genio y sus tres discretos precedentes.
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