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Si el Rey emérito de España Don Juan Carlos de Borbón robara un anillo de diamantes en Haytton Garden, Londres, eso sería un honor para Londres y para Haytton Garden. Lo suyo sería poner en la puerta del establecimiento en cuestión, siguiendo la costumbre anglosajona, ... una placa dorada, abrillantada a diario con piel de cabritilla y un poco de aliento y cincelada con las siguientes palabras, aunque en la lengua de Shakespeare y de Benny Hill: «Aquí robó una vez Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, siendo Rey Emérito de España». Sin embargo, hay un absurdo –o laborista– juez Matthew Nicklin, del Tribunal Superior de Inglaterra, que ha sentenciado que Don Juan Carlos no tiene inmunidad en Gran Bretaña al haber una trepilla alemana, falsa aristócrata, que lo persigue judicialmente por el mundo. Y pone como ejemplo, haciendo una broma impropia del humor inglés, que si Don Juan Carlos hiciese lo del anillo sería detenido por Scotland Yard. Qué decadencia. Inglaterra está perdiendo sus mejores viejas costumbres, sin duda debido a la cercanía insana del Continente.
En la Inglaterra decente de antes (pirata, pero decente) la gente de cierto tono llevaba a gala no tener que pagar. Ni a sus prestamistas, ni a su sastre, ni a los tenderos de una joyería de Haytton Garden donde tuviesen los mejores anillos de diamantes. El gran George 'Beau' Brummell, árbitro de elegancia y buenas maneras, se tuvo que exiliar desde Inglaterra a la zona francesa frente al Canal donde anteriormente, cuando vivía en Londres, mandaba lavar y planchar sus camisas, porque el agua y las planchadoras eran insuperables. Se tuvo que exiliar a Francia cuando debía medio Banco de Inglaterra a sus proveedores. Pero no había perdido su inmunidad por sus deudas, sino porque el Príncipe de Gales le había retirado su favor, tras que lo llamara «gordo». El Príncipe de Gales soportó mal el exilio de su amigo, le restituyó favor e inmunidad, no pagó a los sastres de Brummell, mando emisarios a su amigo pidiéndole que volviera, demasiado tarde. El creador de lo que desde hace dos siglos es la ropa masculina ya había perdido la cabeza, por no soportar vivir de algunas generosas limosnas. Desde entonces, y eso nadie lo ha anotado, el linaje del Príncipe de Gales quedó maldito, y se abatió de una forma u otra la desgracia sobre todos los que llevaron ese título y que quisieron impartir elegancia como Brummell. Por ejemplo, Jorge V, Eduardo VIII o el actual Príncipe Carlos. Ya hubiesen querido las más exquisitas joyerías londinenses ser robadas por Brummell, como por nuestro Rey Emérito.
En una tierra donde los mejores establecimientos hacen negocio de que allí hace siglos se asesinó o se acostó una noche fulanito (yo estuve una vez durmiendo, supongo que en el mismo colchón, en la habitación de hotel del siglo XVIII del más célebre poeta escocés, Robert Burns), qué mejor que enorgullecerse del Rey de España, cuyo padre se formó como lugarteniente en la Royal Navy. A cuento de qué molestaría a un comercio londinense el que Don Juan Carlos se llevara por descuido una joya. ¿Denunciarlo? Al contrario: placa y honor. Serían proveedores de la Real Casa española. El juez inglés Nicklin, peor que laborista, debe tener parientes continentales.
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