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Las democracias tienen un único elemento en común: la selección de los representantes por los ciudadanos a intervalos regulares. El resto de diseños institucionales son especiales y distintos en cada país. En Estados Unidos uno de los elementos esenciales del juego democrático son los debates electorales entre los aspirantes a todos los puestos de elección. Es inimaginable que un candidato se niegue a participar y confrontar sus ideas con los demás. En otros países, como el nuestro, la realización, o no, de un debate depende de las evaluaciones de los estrategas. No es un derecho de los ciudadanos ver la confrontación pacífica de ideas. Es una decisión de los consultores en función de si es positivo, o no, para las aspiraciones de los políticos.
El debate mítico, que se estudia en todas la facultades de Ciencias Políticas, es el que se televisó, el 26 de septiembre de 1960, entre Nixon y Kennedy y que fue determinante para que el segundo llegase a ser presidente cuando no era el favorito. Los españoles suelen decir en los sondeos que los debates no influyen en su voto, pero esas mismas encuestas muestran que en eso, como en otras cosas, los entrevistados tienden a ocultar la verdad que les incomoda. Pero no se trata de ver aquí cómo lo hacen y en qué sentido. Lo que interesa referir, a la luz del que parece será el único debate entre Trump y Biden, es cómo han ido alterando su esencia, en un proceso que no afecta solo a Estados Unidos; ya nos gustaría.
Si algo nos quedó claro en el debate Trump-Biden es que los contenidos, y las implicaciones de las políticas, que cada uno de ellos implementaría en el caso de ser ganador no son relevantes. Son las palabras lo que ha opacado al fondo. Esto no es nada nuevo. Es algo que en la comunicación política ya sabemos desde hace mucho. Lo que es más novedoso es que las formas son, sobre todo, maleducadas, altisonantes, barriobajeras, agresivas. En teoría, esto provoca el rechazo del ciudadano. Estos parecen mostrarse siempre, de acuerdo con los datos disponibles, a favor del diálogo, de la colaboración, de la no agresión. Privilegian la conciliación por encima de la guerra sin cuartel. Y, sin embargo, nos encontramos con el hecho de que la incontinencia verbal provoca atracción. Algo similar a lo que decía Desdémona: «El furor de tus palabras comprendo; tus palabras no». ¿Cómo es posible? ¿Qué ha sucedido?
Hace algunas décadas, Marcuse insistía en que los ciudadanos tendían a adoptar como propias las opiniones y actitudes que les transmitían los medios de comunicación de masas que, a su vez, eran unos meros transmisores de los deseos de las grandes empresas de tener individuos alienados y sin criterio. No es posible demostrar esto, ni lo contrario. Pero hay estudios, sobre todo en Estados Unidos (esta disponibilidad de financiación, y la vista del Pacífico desde mi despacho en la Universidad de San Diego, es lo que más extraño) que constatan algunos hechos.
Nos afecta cada vez menos la agresión verbal entre políticos y entre ciudadanos particulares. Nuestro nivel de tolerancia, aunque digamos lo contrario, es mucho más alto ahora que hace unos años. Y es un fenómeno global. Parece que hay una relación de retroalimentación entre los programas de la televisión de 'entretenimiento' en los que se dedican a despotricar, como mínimo, unos de otros y esta aceptación de que en política también todo vale. Las transmisiones que más vemos son las que, entre otras cuestiones edificantes, basan su éxito en el insulto. Eso nos excita, nos sube la adrenalina, nos divierte. Esperamos, de forma inconsciente dicen los estudios, que eso mismo nos acompañe en otras actividades. También en la política. Pero no es solo 'responsabilidad' de los medios. Las redes tampoco son ajenas.
Las investigaciones más recientes en Estados Unidos muestran cómo, cada vez más, las sociedades de nuestro entorno se caracterizan por un incremento sustantivo de la polarización afectiva y de la brecha política. Nuestra percepción de los otros se acompaña del creciente convencimiento de que no son adversarios. Son nuestros enemigos. El antagonismo, la intransigencia, el deseo de acabar con ellos –prevaricando si hace falta– marca el tono del debate público. Los insultos, las descalificaciones, la distorsión de la verdad, las mentiras elevan la toxicidad de nuestras sociedades. Pero nos encanta. Trump es el mejor ejemplo pero, para nuestro pesar, no es el único.
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