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Existen arquetipos diríamos que universales, retenidos en el archivo de la memoria pese al inevitable e implacable discurrir del tiempo. Son los que evocan partidos de fútbol en polvorientos campos de tierra, en ocasiones embarrados, sintiendo los jugadores el aliento cercano de los aficionados. Esforzados jugadores disputan desde funciones distintas, acordes con su distribución sobre el terreno. Algo que contemplábamos sin disquisiciones peliagudas, ni complicándonos la vida con esa moderna retórica inmisericorde sobre las disposiciones tácticas, tan del gusto -y la pesadez- de los actuales comentaristas televisivos. Por entonces se sabía lo que podíamos esperar del aguerrido defensa central o del habilidoso delantero centro. Eran individuos de físico contundente y empuje descomunal, especialistas en la suerte del juego aéreo, ya fuera despejando balones en su área o rematando centros cara al gol. Entre los lances del juego, figura el de golpear el balón con la cabeza, algo a lo que han sido habitualmente reacios los habilidosos y menudos extremos y los finos estilistas, virtuosos de la pelota en la posición de interiores, con el número ocho en su camiseta. Y, por encima de todos, de modo especial en todos los equipos, el diez. Nunca mejor dicho, los cerebros del partido.
Sobre este juego de cabeza se han cernido recientemente sombras de sospecha, por las consecuencias para la salud de estos deportistas, debido a los golpes en testarazos, cabezazos, choques y remates con el balón. Como se ha dado a conocer por un estudio del Grupo de Enfermedades Cerebrales de la Universidad de Glasgow, los cabeceadores tienen el triple de riesgo de sufrir enfermedades de tipo neurológico, principalmente demencia precoz, alzhéimer, párkinson o esclerosis lateral amiotrófica, en comparación con lo que sucede en la población general de similar edad, sexo y características sociales. En el análisis morfológico de sus cerebros se aprecian huellas de lo que se denomina como encefalopatía traumática crónica. Recordemos esas estampas de color sepia, rescatadas de un pasado reciente, en las que vemos al veterano defensa central de turno ataviado con un pañuelo en la cabeza, para taponar heridas traumáticas y seguir de este modo, con bravura y sin desmayo, la disputa del encuentro. Ello es fruto, en buena medida, de la dureza de los antiguos balones de cuero y cordaje. Cabe señalar, como contrapartida a estas alteraciones de las funciones cerebrales superiores, que son sin embargo menos propensos a padecer enfermedades del corazón o incluso cáncer, a diferencia de esa misma población general con la que se les compara en el estudio citado. Sucede lo mismo con personas practicantes habituales de ejercicio físico y cuidados corporales. Una saludable costumbre.
Esta sucesión de golpes en la cabeza es una eventualidad conocida como destacable complicación de los deportes de contacto, como el fútbol americano y, de manera especial, el boxeo. Constituye una causa de demencia precoz en personas relativamente jóvenes, como se aprecia en tantas figuras míticas del boxeo, en un repetido descenso a los infiernos, al pasar de ser tenidos como ídolos de masas a patéticos juguetes rotos. Resulta curioso que no pocos intelectuales con pluma destacada, alegre y fácil mitifiquen los intercambios de golpes, las cualidades del fajarse o los gráciles movimientos de los pies. En la cima queda la espléndida crónica del combate más famoso de la historia, protagonizado por Cassius Clay contra Carl Foreman en Kinshasa, descrito de forma admirable por Norman Mailer.
Para remediar en lo posible estos episodios de deterioro neurológico en el fútbol, se han tomado algunas medidas como la de prohibir jugar de cabeza a los menores de doce años, puesta en efectivo por la federación de futbol norteamericana. O utilizar balones bastante más livianos, plastificados, o como las frecuentes amonestaciones arbitrales -con tarjeta- de los contactos con los codos golpeando la cabeza del contrario. También el juego brioso y desenfrenado se ha moderado sobremanera, en estos tiempos de táctica desmesurada entre los profesionales, con la posesión y el control por bandera. Al preferir los pases filtrados al interior del área, han disminuido mucho los pelotazos y los centros al área esperando a ver qué pasa. Los despejes y los centros forman parte esencial de ese rito -que mueve pasiones de millones de espectadores- que es el fútbol. Un gratificante espectáculo de entretenimiento, pero sin que el precio a pagar sea que sus practicantes sufran al cabo de los años secuelas tan ingratas. Sean, si quieren, héroes enaltecidos por sus filigranas con el balón en los pies. Pero no con la cabeza. Esta, si acaso, para pensar la jugada.
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