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En tan inciertos días de aislamiento, durante el monótono discurrir del calendario a la espera de tiempos mejores, nos entregamos a toda suerte de disquisiciones. Bien quisiéramos que las constantes especulaciones que destilamos fueran de cariz intrascendente, livianas, teñidas de perspectivas positivas, amables, como lenitivo para mitigar la impaciencia. Anhelantes de la llegada de ese día liberador –dicho en esta terminología bélica al uso–, no sabemos si triunfal o glorioso. En ese regreso a la rutina nos conformaríamos simplemente con poder remedar, a la manera de Fray Luis, un 'como hacíamos ayer'. Nos abruma tener que procesar, con el necesario sosiego, la descomunal cantidad de información colmada con datos, gráficos, cifras, resúmenes y especulaciones, tratando de alumbrar lo incognoscible, sobre la evolución inmediata de la pandemia. Pese a los encomiables y lógicos anhelos, debemos aplacar expectativas irreales, aun a riesgo de sumirnos en el desánimo en el caso de sentirnos defraudados. Porque esa esperanza de nuestras bulliciosas, inquietas y desoficiadas neuronas mentales, no es fruto de un razonamiento ponderado, ecuánime, asentado sobre argumentos sólidos con los que podamos vislumbrar soluciones satisfactorias.
El contexto no invita a establecer predicciones ciertas con los datos a nuestro alcance. Ni siquiera por lo que vislumbramos a diario en los expertos, carentes asimismo de las necesarias certidumbres para predecir el futuro. De ahí los constantes bandazos y vacilaciones en no pocas de sus recomendaciones. Carecemos de modelos fijos, contrastados, con los que establecer referentes sobre la actual situación. Hemos de conformarnos con el recurso de similitudes y aproximaciones, basadas en supuestos estadísticos, con modelos matemáticos aplicados a tan enorme variabilidad como son los fenómenos de la biología. Teorías aproximadas, probabilidades, incluso especulaciones. Certezas, solo algunas. Simplemente las medidas de carácter radical acerca de la evolución, observada en el día a día, de un horizonte en el que por fin vislumbremos el fin de esta pesadilla.
Bienvenidos sean los gestos y proclamas bienintencionados, en un afán de levantar el ánimo alicaído tras tanta incertidumbre, pero no cabe sino atenernos a la realidad. Atisbando signos leves, tenues, de disminución de afectados, contagiados, fallecidos, tras esta brusca interrupción de rutinas vitales, cercenadas sin consideración por tan elusivo agente infeccioso. Semejantes pensamientos teñidos de pesimismo se sobreponen en estos momentos al lógico deseo de un final feliz, aguardado con expectación. En un examen sin artificios, son reflejo del hastío que es consustancial con la naturaleza humana, provocado por la tremenda convulsión. Y ello, enraizado en lo más hondo de nuestro ser y que ha supuesto tan brusca interrupción del acontecer biográfico. Nos movemos privados de ese ejercicio de libertad de hacer o dejar de hacer, yugulado sin consideración por el capricho del azar. Es un contexto que nos coloca ante la evidencia de la imprevisibilidad de controlar nuestro destino, pues andamos sujetos a vaivenes caprichosos e ingobernables de nuestra existencia, imposible de preveer. Esperanzas y voluntades que, de no verse colmadas según nuestras expectativas, solo serán capaces de generar insatisfacción.
Vivimos tiempos extraños, en los que rutinas y costumbres han sufrido un vuelco extraordinario. A la espera de recobrar el ritmo vital perdido, una tarea homérica, harto compleja, por repercusiones de todo orden, una vez superada la crisis estrictamente sanitaria. Será entonces momento de otras contingencias, como la que flota sin cesar en el ambiente, sobre quien ha estado en esta crisis más cargado de razones. A ver quién impone su relato, la verdad de lo sucedido, por encima de los demás.
La necesidad se ha impuesto para adaptarse a circunstancias nuevas, desconocidas, de una nueva entidad viral. Esperemos, además, que las actuales alabanzas no se troquen en lanzas, por intereses particulares de quienes, con miras estrechas, se sientan perjudicados, con pronto olvido de la vorágine actual, en la que las dudas y vacilaciones de los expertos responden a decisiones sobre la marcha, difíciles de asimilar por no pocos especialistas recién salidos de lo que parece un curso acelerado de virología elemental. Ya se intuye en el ambiente ese término tan caro, aplicado sin tregua a cualquiera que se dedique a la actividad pública, como es el de la responsabilidad. Una eventualidad en la que, al margen de proponer soluciones, buscar consensos o aunar voluntades, siempre se está al acecho, cual Diógenes con su lámpara, de buscar al 'responsable' de lo que sea. De yerros y errores, ya sean de unos u otros. Un poco de humildad no vendría mal. Porque los resultados del día siguiente, después de cualquier competición, ese tan conocido 'ya sabía yo que eso iba a pasar', es una falacia dialéctica que sería deseable no formular siquiera.
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